Josemi Rodríguez-Sieiro - Lo que me apetece

El verano, una estación ordinaria

Va unido al desarrollo de la vulgaridad sin límites

Josemi Rodríguez-Sieiro

El verano amenaza con invadir la primavera, liquidarla o directamente suprimirla, cosa que por otro lado está muy de moda en muchos otros ámbitos de nuestra vida actual.

Pero voy a dejar, por esta vez, toda referencia política a un lado, evitando primaveras calientes, que la de ahora, está que arde.

La climatología es caprichosa por lo que no nos queda más solución que adaptarnos a ella. Mi abuela, que se murió en los setenta, siempre decía que el verano era una estación muy ordinaria, ya en aquella época. Si viviese ahora lo corroboraría con creces.

A mí me encanta el verano, pero tengo que reconocer que es proclive al desaliño indumentario, la osadía y la desvergüenza a la hora de la vestimenta.

Las modas cambian. El verano va unido al desarrollo de la vulgaridad sin límites en las ciudades y en los centros de trabajo. La aparición en la escena diaria de los pantalones cortos de diferentes largos, desde el de deporte hasta el pesquero o pirata, hacen furor en paradas de autobús, tiendas, en oficinas varias. E incluso el otro día en una iglesia, donde al sacerdote oficiante la vestimenta le quedaba un poco corta y el misterio se resolvió cuando, muy resuelto, al final de la misa, salió de la sacristía a departir con unos feligreses de su iglesia, con unas bermudas vaqueras que había combinado con aquellos calcetines color gris perla, culpables de que me obsesionaran hasta quitarme la devoción.

El tema de los calcetines también tiene una reflexión. Por mi parte, los cortos son objeto de denuncia. No hay cosa más detestable de la exhibición de la visión de un espacio de pierna entre el bajo del pantalón y el susodicho calcetín. Confieso que también me chocó ver a un testigo de una boda, vistiendo un correcto chaqué… pero sin ellos.

Lo de llevar corbata y ausencia de calcetines no termina de convencerme. Directamente no me encaja.

Una gran impresión sufrí el otro día en Vigo, cuando un enjambre de turistas, recién desembarcados de un enorme crucero, avanzaban, tan felices con las típicas sandalias de cruzar el río Jordán, en dirección a los autobuses que los trasladaban a Santiago, posiblemente para ganar el jubileo. Aunque lo que se merecerían era ir directamente al infierno porque el mal gusto debería también estar tipificado como pecado mortal.

Si a todo esto se le añade la aparición de sudoración, el resoplido, la camiseta de tirantes, la gorra de visera y la botella de agua como complemento, la imagen está sentenciada. Este modelo siempre va acompañado de una señorita con ‘short’ de tela vaquera, pinza en el pelo, siempre mascando chicle y con los pies en el salpicadero del coche con gesto de aburrida indolencia.

Hablar de pies, decía mi tía Candelas García-Leyciaga, no era propio. Mi amiga Rosy es capaz de estar viendo la perfección de los suyos durante horas. A mí me impresionan los que veo en las calles. Los talones deteriorados de esas señoras deberían ser objeto de afeamiento público como atentado a los que circulamos detrás de ellas diariamente. Siempre insisto en que la podología no está suficientemente recomendada entre la población, tan aficionada a llevar los pies expuestos, en estas épocas del año. Muchas veces la ocultación de los mismos contribuye a la elegancia, en contra de lo que muchas personas aconsejan y creen.

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