Josemi Rodríguez-Sieiro

La cursilería

No hay que confundirlos con los prepotentes

Gtres

Josemi Rodríguez-Sieiro

Desde muy pequeño comprendí lo que era la cursilería. Una tía abuela mía, a la que no conocía, me dijo cuando me vió: «qué niño tan lindo y qué mirada tan interesante tiene». Comprendí que además de falsa y mentirosa, porque yo era bizco, era una cursi redomada por llamarme lindo. Para mí, desde aquel momento supe el significado práctico de cursilería.

A lo largo de mi vida me he encontrado y coincidido con muchos cursis. La gente joven no sabe exactamente lo que es la cursilería. Cursi es el que, cuando conocía a una señora, la saludaba con una exagerada inclinación, besaba su mano con fruición, mientras le decía aquello de «a sus pies, señora». O en el caso de encontrarse con un conocido, le espetaba «póngame a los pies de su señora esposa, a la que Dios guarde muchos años». Hoy eso es impensable y el cursi es el que no sabe hablar sin soltar una palabra en inglés y dos en francés, aunque no hable ninguno de los idiomas, contar anécdotas de personajes de la sociedad internacional, aunque la mayoría de las veces se ha limitado a verlos en el hall de un hotel de Nueva York, en un restaurante de Montecarlo o en un aeropuerto, y eso gracias a sus habilidades para engatusar a alguna señora con posibles, como se decía antes. Los cursis han nacido en buena cuna, pero la mayoría ha ido a menos y como buenos supervivientes pretenden ser ‘snobs’, pero lo confunden con la cursilería. La señora cursi intenta ser elegante y, en algunos casos, hasta lo consigue. Los cursis, ellas y ellos, tienen una gran falta de naturalidad, porque siempre están pendientes de su interpretación, pues es algo que tienen muy asumido.

La anfitriona cursi siempre recibe como la muñequita de la tarta de los novios, tiesa, planchada, con sonrisa forzada, aunque por dentro sea una hiena, reprimiendo cierta envidia y adelantándose a justificar posibles fallos de cocina, de servicio y la ausencia de otros invitados que por una causa indeterminada han declinado la asistencia.

Hace años, una cursi por naturaleza, casada con un señor importante, me contó que se había ido a París a hacerse un traje y el propio Yves Saint Laurent la recibió y se volvió loco por vestirla. Me limité a sonreír, porque era imposible e impensable que el modisto francés se hubiera vuelto tan cursi. Unos días más tarde me llamaron de una tienda para decirme que el modelo de la tal señora lo habían hecho allí. Me limité a no dar mi opinión en una crónica, cosa que no gustó a su marido, nombre y consecuencias que rebelaré a su debido tiempo, cuando decida publicar mi futuro libro.

La cursilería se manifiesta en esos padres que, ante la creencia de que tienen un genio del cante o de la música en casa, lo sacan al salón para que demuestre sus dotes artísticas, ante el pasmo de los convocados, que no dejan de ver el reloj para salir precipitadamente del improvisado teatro, con miradas a hurtadillas de unos y otras.

A los cursis no hay que confundirlos con los prepotentes. Me divierten más los primeros. Los segundos son insufribles.

Es una pena que se haya perdido la costumbre de tomar el té. Nada como una señora cursi, sosteniendo una pasta con dos dedos de su mano derecha y los tres restantes en escalera con el meñique ligeramente más alto. Las cursis se llevan las servilletas a la comisura de los labios con un estilo inigualable, porque las cursis de verdad, pese a todo, tienen raza.

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