Luis Ojea - LA SEMANA

Tapar el sol con un dedo

Pretender esconder las negligencias del Gobierno de Vigo tras el alumbrado de las fiestas es sumamente ridículo

Luis Ojea

Suele atribuirse a Napoleón Bonaparte la autoría de aquella máxima que advierte que «de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso». El corso, como todos, cruzó esa frontera alguna vez. Muchas menos que Abel Caballero, otro personaje con un ego tan hipertrofiado como el emperador , pero de una talla política e intelectual infinitamente más vulgar. Tanto que el alcalde de Vigo, encasillado ya desde hace tiempo en el papel de histrión, ha quedado reducido a una caricatura de sí mismo.

Una parodia tan sublime como ridícula. Este fin de semana, quizás creyéndose Roosevelt, Kennedy o Trump, pulsaba el botón rojo. Afortunadamente no está por ahora en sus manos iniciar una guerra nuclear. Solo encender las luces de navidad. Y hasta para algo como eso tenía que organizar un espectáculo a la altura de su ego , una parafernalia llena de histrionismo. Botón rojo, 9 millones de bombillas, 100 efectivos de protección civil, otro centenar de agentes de la policía local y siete pantallas gigantes para retransmitir en directo la imagen del alcalde. Un alarde de yoísmo. Marca de la casa. Ese papel que ha elegido es muy sacrificado. Exige superarse día a día. Y el alcalde olívico, hay que reconocerlo, no defrauda . Días atrás ya avisaba, smartphone en mano: «Sé que tengo que encargarme de tener el teléfono móvil cerca el día 24 por la noche cuando encienda las luces de navidad porque me va a llamar el alcalde de Nueva York y me va a decir que me tiene sana envidia porque las luces de Vigo son las mejores del planeta. Y entonces yo tengo el teléfono conectado, y ese día, el 24 a las 7 y media, pulsaremos el botón y el alcalde de Nueva York se tendrá que poner gafas de sol para no quedar deslumbrado con las luces de Vigo». Y no contento matizaba a renglón seguido: «Los de Vigo no tenemos que comprar gafas de sol porque como las luces son nuestras no nos hacen daño, pero los de fuera sí».

El sentido del ridículo es algo muy personal. Hay quien lo tiene y hay quien no. Caballero parece instalado desde hace mucho tiempo en esa segunda categoría. El problema no es que haya alguien dispuesto a inmolarse haciendo el ridículo día tras día. El problema es que arrastre a toda una ciudad en un ejercicio fabuloso de propaganda. Casi de hipnosis colectiva. Porque, ese es el drama, hay votantes, y no pocos, dispuestos a comprarle su mercancía averiada, ese trasnochado hiperlocalismo que exhibe el regidor, en el que basa toda su estrategia electoral.

A ello se aferra para obviar todo lo demás. Por ejemplo, para esquivar una explicación solvente sobre las eventuales responsabilidades que pueda tener su gobierno tras lo sucedido en el accidente de O Marisquiño. Un papelón. Como que se esconda y pretenda no dar la cara tras el millonario rescate del auditorio . Otro fracaso a la lista. Uno de los tantos fiascos que evita justificar. Con el alumbrado navideño pretende tapar todo lo demás. Pero nadie puede tapar eternamente el sol con un dedo.

Ni siquiera Abel Caballero. Por muy sublime que sea la fabulosa campaña de promoción personal que con el pretexto de la navidad ha sufragado a cargo de los presupuestos de la ciudad . Porque, es cierto, entre lo sublime y lo ridículo no hay más que un paso. Y pretender esconder las presuntas negligencias de su gobierno tras el alumbrado de las fiestas es simplemente ridículo.

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