Luis Ojea - La semana

Cuatro años

Gonzalo Caballero y González Formoso han seguido con obediencia ciega el dictado de La Moncloa

Pedro Sánchez en el Congreso, en una imagen de archivo Jaime García

ABC

Hace cuatro años llegó Pedro Sánchez a la Moncloa. Galicia en todo este tiempo no ha sido nunca una prioridad para el líder socialista. Ni estratégica ni accidentalmente. Ni cuando gobernó en solitario ni ahora que lo hace en coalición con Podemos. En aquel junio de 2018 se encadenó a una alianza –luego renovada y ampliada– que le ha ligado al rupturismo radical y le ha llevado a postrarse en sucesivas ocasiones ante el independentismo catalán y vasco. Esas hipotecas y un cerril dogmatismo ideológico han conducido a la permanente marginación de los intereses de esta comunidad en la acción del Gobierno central. Una discriminación en la que Ferraz ha contado siempre con el aplauso de su franquicia –antes con Gonzalo Caballero y ahora con Formoso– y la complicidad del nacionalismo gallego.

La política industrial es un caso paradigmático. Lo sucedido con las térmicas de Meirama y As Pontes o las plantas de Alcoa en La Coruña y San Cibrao son un buen ejemplo. También el contumaz empeño en abocar al cierre de Ence en Pontevedra. O en los últimos tiempos el desprecio mostrado hacia los proyectos de Stellantis en Vigo –que han llevado a la compañía a reducir su plan de inversiones en la factoría de Balaídos– mientras exhibe una alianza con el grupo Volkswagen para blindar las fábricas del mismo sector en Cataluña y Navarra. Este último episodio nos remite al pecado original de Sánchez, su dependencia de socios como Esquerra o Bildu. La irresponsable estrategia energética, la frívola indiferencia mostrada hacia el presente y futuro de la industria electrointensiva o la censura de la pastera se explican por su pueril radicalismo ideológico. En ambos casos, Sánchez ha contado siempre con la sumisión del PSdeG para bendecir sus agravios y la complicidad del Bloque, cómodo en su rol de palmero.

Eso ha sido una constante en estos cuatro años. Ningún 'apparatchik' de Ferraz podrá reprocharle nunca a Caballero y a González Formoso que hayan antepuesto los intereses de Galicia a los de su jefe de filas. Uno y otro han seguido con obediencia ciega el discurso dictado desde La Moncloa, fiando su destino político al de Pedro Sánchez. En ocasiones hasta el límite de lo ridículo. Sucursalismo dócil y acrítico del socialismo gallego. Y connivencia culpable del nacionalismo. El BNG que la semana pasada se declaraba «prudentemente satisfecho» de su acuerdo de investidura con el PSOE. Satisfechos del papel –aunque secundario– que se les ha asignado en el libreto de la coalición Frankenstein. Unas veces como cooperadores necesarios de las ocurrencias del Gobierno y otras fingiendo desmarcarse para subrayar su pureza radical. Siempre, en todo caso, cómplices. Y, según confiesan, satisfechos con ese rol.

Ni esa conchabanza de la izquierda gallega con Sánchez ni las prioridades del líder socialista parece que vayan a alterarse. Esta semana se volvió a constatar con la publicación del mapa de las rutas de autobuses estatales en la comunidad. Y no parece probable que cambie el guion en lo que resta de legislatura. Unos meses en los que esta comunidad se juega no pocos asuntos estratégicos. Desde lo más inminente –la imprescindible corrección de la política económica para afrontar una crisis inflacionaria que durante mucho tiempo el Gobierno obvió– hasta temas tan estructurales como el reparto de los fondos europeos Next Generation o la definición de un nuevo modelo de financiación autonómica. La experiencia de estos últimos cuatro años conduce a prever que en todas esas cuestiones el PSOE y sus socios van a primar intereses distintos a los de Galicia. Porque si algo ha quedado manifiestamente demostrado en este tiempo es que el principal objetivo –en no pocas ocasiones parece que el único– de aquella coalición Frankenstein que empezó a fraguarse en junio de 2018 es la supervivencia de la propia alianza. También que puede seguir contando con el aplauso de su franquicia y la complicidad del nacionalismo gallego.

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