Sergi Doria - Spectator in Barcino

A Manuel Valls, barcelonés

«Por el Campo de la Bota, antaño enclave de fusilamientos, pasean hogaño turistas»

Sergi Doria

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En una entidad de la sociedad civil digna de tal nombre -Círculo del Liceo-, este cronista presentó «La verdad no termina nunca» (Destino), segundo título de la trilogía que abrió «No digas que me conoces». La historia transcurre en una Barcelona olvidada e incorrecta. Su protagonista trabaja en la editorial Montaner y Simon cuyo edificio ocupa hoy la Fundación Tàpies, coronado con ese barullo alambrado que se dio en llamar «Núvol i cadira». En 1956, cuando transcurre la acción, la calle Aragón dejaba al descubierto los raíles del ferrocarril que no se cubrieron hasta 1960. El apeadero de Gracia dio lugar en 1929 al restaurante decó Madrid Barcelona, ahora en traspaso permanente.

La ruta literaria nos llevaría a Peracamps, donde hubo -hasta que los bombardeos la destruyeron- La Criolla que visitó Genet. Pasearíamos por un Paralelo que hace mucho que no es el Broadway barcelonés: el teatro Cómico -esquina de la avenida con Poeta Cabanyes- fue derribado en los sesenta para construir pisos; el Arnau se deshace en su abandono. Frente al edificio apuntalado, acechada por la terraza de un bar, la estatua de Raquel Meller, nuestra cupletista más internacional, portada de Time: su canción «La violetera» la «firmó» Chaplin como melodía de «Luces de la ciudad».

En «La verdad no termina nunca» bulle la pasión por el boxeo, deporte rey de Barcelona: veladas memorables en el Estadio de Montjuïc; el pugilismo tuvo feudos en los derruidos Gran Price (1973), Salón Iris (1972) y La Paloma (hoy cerrada).

También se recuerda la tortura en tiempos republicanos; la comisaría de Vía Layetana -inaugurada en 1931-, el castillo de Montjuïc y, cómo no, la red de casi cincuenta chekas del SIM: San Elías La Tamarita, Zaragoza, Vallmajor... Donde ahora atracan cruceros, en la época republicana flotaban dos barcos-prisión: el Uruguay y el Villa de Madrid.

Por el Campo de la Bota, antaño enclave de fusilamientos, pasean hogaño turistas. Entre mis recuerdos de los setenta, el tránsito del tren -línea Barcelona-Massanet Massanes- por un paraje de barraquismo, basura y fogatas: mocosos descalzos lanzando piedras contra los vagones verdosos. El tren arriba a la estación de Cercanías saludado por vírgenes y cristos del cementerio del Poblenou.

Sirva este exordio para referirnos a quienes tachan a Manuel Valls de ignaro en asuntos barceloneses. La frase lapidaria -«¡Qué sabrá ese de Barcelona!»- mascada con rabia por sus antagonistas.

Conviene aclarar que los Valls son originarios de Mont-roig del Camp y se trasladaron en el siglo XVIII a Castellserà, en el Pla de Urgel. Que el abuelo paterno de Manuel nació en el número 8 de la barcelonesa plaza de Urquinaona, estudió Filosofía y colaboró en el magazín D’Ací i d’Allà y el diario católico El Matí. Que su padre, el pintor Xavier Valls, respiraba ávidamente el sano aire de Horta por recomendación facultativa: era un niño delgado y enfermizo. Que Xavier estuvo el año 38 yendo a la Modelo a visitar a sus hermanos Magí y Jordi, detenidos por el SIM estalinista por haber intentado huir por la frontera: «Los franquistas avanzaban, y a mi padre le entristecía ver como se deshacía aquella República, atada de manos por la GPU, nombre que se daba, por extensión a la policía política comunista…» recuerda Xavier Valls en sus memorias «La meva capsa de Pandora» (Quaderns Crema).

En consonancia con la «avara povertà dei catalani», el pintor fue más reconocido en París que en su Barcelona natal. Su hijo Manuel nació a las ocho de la tarde del 13 de agosto de 1962 en La Ferroviaria, una clínica de la calle Campoamor. Dos años después, la familia se instaló en su nueva casa de Horta. Para los Valls, Barcelona era las cálidas tardes estivales; París, luces otoñales: taller con estufa de carbón y vistas a Nôtre-Dame que maceró una pintura tenue y personalísima.

El verano de 1980 Manuel se convirtió en ciudadano francés con 18 años: «Había de tomar aquella decisión, que yo entendí perfectamente, para sus estudios en la universidad y, sobre todo, para sus proyectos políticos. Como alcalde de Évry y diputado por Essonne desde el 16 de junio de 2002, ha sido defensor de una Francia multirracial y multicultural, de lo que él mismo es una muestra en Europa», comentará su padre con orgullo.

Sirvan estos apuntes para quienes repiten como loros el mantra del Manuel Valls extranjero. Para quienes nada saben de la vida y la obra de su padre, Xavier Valls; ignorantes atrevidos, como la alcaldesa que se jactó de quitar la placa del almirante Cervera alegando que era un «facha» (murió en 1909, antes de la invención de la palabra fascismo). Paisajes y figuras, hoy solo reconocibles en las novelas y testimonios orales. La memoria histórica -ese oxímoron- son vivencias individuales que el oportunismo político ordena -u ordeña- para su relato propagandístico.

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