Salvador Sostres - SHAMBHALA

Un plus de civilización

En Barcelona se come todavía bastante mejor que en Madrid, pero con todas las excepciones que quepa descontar en Madrid el servicio es mucho más atento y agradable

Nil Díaz, fotografiado en la sala del Nobu de Barcelona ABC

Salvador Sostres

«Servir» y más aún «sirviente» son palabras con poco prestigio en España y en español. En inglés y en el Reino Unido es algo totalmente distinto, pero entre nosotros, incluso «camarero» se dice y sobre todo se siente con desprecio. Servir bien es un arte tan difícil y escaso como la alta cocina que realmente merece este nombre. Servir bien es un talento, y como todo talento hay que llevarlo muy dentro porque de lo contrario cualquier esfuerzo es inútil; y también hay que esforzarse mucho, porque sin constancia ni esmero jamás consigues dar forma a este talento, a esta Gracia que en la medida que es un don, es una carga.

El viernes por la noche en Nobu, un joven camarero ayudaba a atender mi mesa. Lo observé en sus dos primeros lances y fueron delicados, nada invasivos, estéticos. Le pregunté su nombre y si era su primer día. Se dirigió a mí con absoluta corrección y prudencia, pero con una inusual soltura. Era francamente extraño que un chico tan joven dominara de aquel modo el escenario, tuviera una conciencia tan precisa de él mismo situado en el centro de la escena e interactuara con semejante nitidez con un cliente. Le continué observando, también cuando se acercaba a las otras mesas y se movía por la sala. Todo era perfecto, como si lo hubiera estado ensayando y a la vez como si estuviera incapacitado para moverse mal, resultar vulgar o ser grosero. Mi impaciencia fue creciendo, porque he visto a muchos camareros y aquel nivel de finura era impropio de los 19 años que me había dicho que tenía. Sin poder resistir más la curiosidad, le pregunté a Ferran, uno de los grandes camareros de Nobu desde hace años (a pesar de ser también muy joven, aunque no tanto), de dónde había salido Nil y si no le parecía que era demasiado bueno como para simplemente ser un principiante. Entonces me explicó su historia y me alegré de no tener el instinto aún del todo atrofiado.

Nil es el hijo de Kim Díaz, dueño de Bar Mut y de Mutis en la Diagonal de Barcelona. No soy un gran cliente de Kim pero lo suficiente para haberlo conocido bien y saber lo que de él importa para entender a su hijo. Dejando el indiscutible acierto y calidad de sus establecimientos, cuando hablas con sus camareros o personas que han trabajado para él, te das cuenta de que le respetan y le quieren. Kim es exigente, como cualquiera que quiere hacer bien las cosas, pero forma con generosidad a los jóvenes que empiezan, les paga decentemente, y les da un trato que hace que se sientan inspirados para dar lo mejor de sí mismos. En Bar Mut, y esto no es un cliché, ni algo que sea fácil de conseguir, los clientes se sienten tan bien tratados como los trabajadores. De pocos bares y restaurantes de España podríamos decir esta frase estando seguros de no exagerar ni un poco.

Además, Kim no es un cualquiera, tiene su marcada personalidad, su singularísima puesta en escena. Y si ya en general a los padres les cuesta tener paciencia con los hijos, por buenos que sean, y muchas empresas familiares han fracasado o se han vendido por dificultades de este tipo; en el caso de Kim, por su relevancia empresarial, social y su carácter, tiene todavía más mérito que la transferencia emocional y de conocimientos con su hijo se haya llevado a cabo con tanto éxito. Se le ve a Nil la educación del padre: el rigor pero también la confianza en sí mismo; la prudencia pero también la alegría de vivir; la humildad pero también el orgullo de hacerlo bien y querer hacerlo mejor cada día. Nobu estaba lleno y no tuvimos tiempo de hablar mucho, y aunque por respeto a la privacidad de la conversación que tuve con el chico no transcribiré las palabras exactas, fue emocionante el agradecimiento, la profunda gratitud con que habló de su padre, sobre todo en estos tiempos de jóvenes tan listos que que creen que no han de dar las gracias por nada.

No sé si por los vencedores y vencidos en la Guerra, por el racionamiento y porque somos un país que no hace tanto que ha dejado de pasar hambre, los españoles tenemos una mala relación con el servicio: ni es un oficio con prestigio, ni por lo general se intenta hacer realmente bien, ni los clientes saben valorar los detalles de un buen camarero. Vamos de los que se conforman con cualquier bruto a los que exigen reverencias y crean contextos humillantes porque no saben controlar su carácter ni disfrutar de su dinero. En cambio y sin duda, España es el país en el que se come mejor del mundo. Por nuestros grandes productos, por nuestros grandes productores, y por el abrumador talento de nuestros chefs en todos los tipos y estilos de cocina. Nos falta el plus de civilización de sabernos relacionar mejor con la sala, con lo civilizado, con lo intangible, con la calidad cuando se expresa en lo que no es obvio. Es lo que Dalí respondió cuando le preguntaron qué obra salvaría del Museo del Prado si se incendiara: «El aire de Las Meninas». Si un pueblo encarna la Civilización, es el pueblo británico, que jamás supo cocinar, pero que ha elevado con los siglos el servicio a disciplina artística y a modo de vida. Yendo más al matiz localista, en Barcelona se come todavía bastante mejor que en Madrid, pero con todas las excepciones que quepa descontar -Via Veneto, Nobu, Botafumeiro, Lasarte- en Madrid el servicio es mucho más atento y agradable.

Por eso me sorprende y me alegra tanto encontrarme a jóvenes como Nil, cosido al hilo de las enseñanzas de su padre, con talento y ganas de trabajarlo. Las salas de los grandes restaurantes estructuran las sociedades. Las moldean, las contienen, las impulsan hacia lo excelente. Una sociedad que tiene y aprecia un buen servicio, sabe distinguir lo valioso de lo superfluo y se aleja de la barbarie. En Cataluña, y en España, habrían pasado muchas menos cosas de las que nos han pasado si muchos más catalanes y muchos más españoles hubiéramos sabido comportarnos en un restaurante.

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