Salvador Sostres - Todo irá bien

Sin volverme loco

«Las voces del sueño se hicieron reales, como le cuenta la judía a su rabino. La realidad, cuando emerge en el pantano, parece un sueño»

Una calle vacía en Barcelona, durante el confinamiento EFE

Salvador Sostres

Una judía le dice a su rabino que no está segura de contarle a su novio, el soldado sueco que la liberó del campo de concentración, todo lo que tuvo que soportar. «Sólo en parte. Si se lo contara todo creo que pensaría que nadie puede superar algo así sin volverse loco». Es la serie The Restaurant (Filmin). Yo no he tenido que afrontar, gracias a Dios, situaciones tan extremas pero a veces también me asusto de cómo atravieso el fuego y me pregunto qué pensarían mis amigos si me vieran. No por lo delictivo o por lo que pudieran tener de moralmente reprochable mis actos, sino por haberlos sobrevivido con una frialdad extrema, casi de monstruo, a menudo sin el menor rastro de empatía o de tristeza, como si ya no tuviera sentimientos. Miro poco atrás, pero lo que más me sorprende cuando me veo es el metal en que me suelo convertir para protegerme. Lo cursi que llego a ser, y luego emerge esta piedra, esta crudeza, este saber retomar el hilo desde lo más hondo y el juicio severísimo sobre los que pierden la esperanza. Yo les cuento bastante. No creo que haya ningún otro articulista en España que les cuente tanto, que muestre su herida en el detalle con que yo lo hago, ni su mezquindad, ni el impulso del salto que cada día tomo para continuar y que mi permanencia sea para todos una metáfora. Mi hija me dijo ayer que tendría que referirme a mis artículos más como fábulas que como metáforas, o bien resumirlos en un par de frases y sin explicarlas. Me quedé un rato mirándola, sin decirle nada. «¿Qué pasa, papi?», empezó a preguntarme, y sinceramente no supe qué responder. Metáforas o más bien fábulas -me parece que mi hija tiene razón, o por lo menos algo de razón-, en mis artículos cuento mucho pero no lo cuento todo. Un reciente amigo me dice que es porque al final trato siempre de justificarme, y otro amigo más antiguo, y que me conoce mejor, dice que «sólo» escribo artículos y no ensayos, novelas o textos más largos porque los artículos tienen la medida exacta de una mentira. Mi único escrúpulo es escribir buenos artículos, eso es cierto. Las demás consideraciones palidecen y lo único que me importa es que el artículo fluya y esto me ha traído algunos problemas que habría preferido ahorrarme, y algunas personas queridas han quedado por el camino. Mi yo es la fuente de mi escritura, mi punto de vista, mi tamiz, mi verificación, mi unicidad; pero me trae sin cuidado quedar bien o mal en la posición moral que fijo, «yo quería escribir la canción más hermosa del mundo». Neruda tituló «Tentativa del hombre infinito». Es el salto en paracaídas de Altazor, el más bello poema de amor jamás escrito, e iba sobre la muerte: «Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el origen del mundo». A Dalí es a quien vemos de más cerca pero fue un exhibicionista y dominaba la escena mejor que nadie y controlaba muy bien lo que decía. Basta con ver la embriagadora manera que tuvo siempre de decirlo. La judía de The Restaurant le explica al rabino que suele soñar en los días en que fue prisionera de los alemanes y que sus sueños le parecen más reales que la nueva vida. Yo sé algo de estos sueños que parecen más reales. Yo sé qué es soñarme perdiendo el control, causando un daño irreparable a las personas a las que más quiero; yo sé qué es soñar cómo habría acabado aquella escena si no hubiera podido detenerme. La bestia que durante el día puedo contener se toma por las noches su revancha y me dice: «Esta vez te libraste, pero sé que vas a caer. Y aquí estoy, esperándote». Conozco las noches que son el sombrero del día anterior, que tiran del hilo y te empujan al abismo. Me siento un demente cuando despierto pero también estos sueños me ponen en alerta, me recuerdan el peligro, me asustan, y cuando la ira me toma, un resorte de su terror se activa y me templa: y aunque la bestia pide sangre y mi instinto quiere dársela, mi imaginación y mi inteligencia llegan al rescate. No sé qué pasaría si algún día escribiera -o pudiera escribir, porque no he llegado nunca a poder formularlo- cada pieza de mi mecanismo. No sé si perdería amigos, no sé qué pensarían de mí. Tampoco sé que pensaría yo de mí, una vez lo viera todo escrito, ni sé si de hecho merecería la pena el proceso, porque yo, como Lorca, he visto que las cosas cuando buscan su «fondo», encuentran su vacío. No sé si hace falta nombrarla. La oscuridad está, y permanece sin que hacer el bien, ni ningún esfuerzo por ser mejor, pueda erradicarla y ni siquiera mengua. No sé si podríamos vivir cuerdos la plena conciencia de lo que nos ocurre. Tampoco sé si permanecer totalmente cuerdo es un mérito. Tal vez la fiera necesite un espacio, y conocerla sea el mejor modo de afrontarla. Tal vez no podamos vivir sin nuestra brutalidad, y conversar con ella sea el mejor modo de evitar el desastre. Soy el hombre más alegre y optimista que conozco. Hola, Salvador, ¿cómo estás?. Bien, bien, claro: incluso en estos tiempos. Pero por mucho que lo he intentado nunca he podido borrar mi oscuridad, esa parte del todo que hace que «todo» no pueda contarlo, como le ocurre a la judía con su soldado. La solución siempre es la misma, muy probablemente la única: más luz, mucha más luz. Más fuerza luminosa contra la fuerza tenebrosa: ni siquiera para vencerla, porque es ya una gesta el poder compensarla. Cada vez estoy más seguro de que los nazis estaban antes, y los comunistas, y el Mal en todas sus categorías, y entonces llegamos nosotros recién expulsados del Paraíso. Con nuestra libertad, con nuestra mediocridad, con nuestra vergüenza recién estrenada, con nuestra musculatura desentrenada, y poco a poco aprendimos a parar los golpes, a plantarnos ante el saqueo, a cortar la enredadera; y a veces, sólo a veces, podemos conseguir que la guerra entre el Diablo y nuestros mejores ángeles sea por fin justa. Dentro y fuera de nosotros, sobre todo dentro, que es donde se libra lo importante. Y ahí está el rastro de dolor que nos deja lo que pasa, nuestra frialdad para volvernos a levantar, la atrocidad con que no pocas veces hemos dado el siguiente paso convencidos o quizá engañados de que protegíamos algo más grande. Lo que nos vuelve locos es tratar de explicarlo, querer justificarnos en lugar de mirarnos de otro modo en el espejo, o de romperlo. Lo que pisoteamos hace al crujir un ruido extraño. La judía tuvo que hacerlo para sobrevivir y ni el horror que sufrió le sirve en lo más íntimo de coartada. Por eso sus sueños le parecen tan reales. De repente me cruzo con alguien a quien había hundido en el lago. Una tarde fue mi padre, tras veinte años. Las voces del sueño se hicieron reales, como le cuenta la judía a su rabino. La realidad, cuando emerge en el pantano, parece un sueño. Salgo corriendo o me quedo quieto, lo que crea que me ayudará a huir más lejos y a que el agua vuelva a tragárselo. Como una droga, como un fantasma. Soy yo atravesando otra vez el fuego, saltando sobre lo atroz hasta ser la misma atrocidad que me atormenta. Vuelve el orden, vuelve el silencio, los sueños inquietos pero de los que logro despertar, aunque cada vez más dolorido y más viejo. Tal vez debería contarlo todo, y perderlo todo, y volver a empezar desde el rabino preguntándome por qué. Y cómo. Desvestirme, antes de acostarme, es recoger mis escombros. Tomo la pastilla y me pregunto si es más mentira lo que vivo o lo que escribo.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación