La doble muerte de Narcís Oller

El busto broncíneo de Narcís Oller ha desaparecido; si reapareciera, lo peor sigue siendo el olvido, esa otra muerte

El busto de Oller desapareció de su soporte hace una semana Inés Baucells

Sergi Doria

La peor de las muertes es el olvido. Narcís Oller falleció un 26 de julio de 1930 y ha vuelto a morir un 4 de agosto de 2018: los vecinos de la placita donde se levanta su pequeño pedestal denunciaron el robo del busto del escritor.

Oller fue junto a Rusiñol el prosista catalán más importante del XIX. Entre 1880 y 1904, su obra –«La Papallona», «L’escanyapobres», «Vilaniu», «La febre d’or», «La bogeria», «Pilar Prim»– atrajo la atención de Pereda, Clarín, Valera, Echegaray, Pardo Bazán, Benavente, Menéndez Pelayo, Ortega y Munilla… Traducido al francés y al ruso, en sus viajes a París trató a Zola, los Goncourt y Daudet.

Encasillado con rigidez en la escuela naturalista y cuestionado por las «impurezas» de su catalán –los noucentistas no sabían escribir novelas, pero daban lecciones de gramática a todo aquel que les contrariaba», Oller padeció la acritud de los círculos literarios catalanistas. No fue hasta 1928 cuando el escritor vio publicada por Gustavo Gili –previa sumisión a la normativa fabriana– su Obra Completa. Dos años después dejó acabadas sus «Memorias literarias»: dos mil cuartillas de apretada caligrafía que se abrían con una dedicatoria a Víctor Català .

En sus disposiciones testamentarias Oller dispuso que aquellos escritos no debían publicarse hasta diez años después de su muerte. El prefacio reflejaba la amargura de quien se sentía muerto literariamente mucho antes de ser enterrado físicamente: «La inacción en que he vivido durante tanto tiempo, la íntima convicción de que aquello que dije no vale la pena ser escuchado y menos aún conservado, me apaga el entusiasmo…». Las memorias de Oller debían haber sido publicadas en 1940, pero no lo fueron hasta 1962 por la editorial Aedos con un esclarecedor prólogo en el que Agustí Calvet, Gaziel, evocaba al memorialista en el contexto hostil de una Cataluña que ya no le reconocía.

A Pitarra se le alzó un monumento ridículo y antiestético, aquel «sidecar» desde el que el dramaturgo otea el ramblero Pla de les Comèdies. Verdaguer contaba también con un ostentoso monumento –aunque feo y funerario– en la confluencia de la Diagonal con el paseo de San Juan. Oller, en cambio, había sido tratado por la estatuaria como una figura menor. Hubo de contentarse, apuntaba Gaziel, «con un busto modesto, puesto sobre una raquítica pilastra, y medio perdido entre la jardinería menuda que intenta alegrar la entrada de la Vía Augusta, lejos de la Barcelona ollerina». Realizado por Eusebi Arnau e inaugurado durante los Juegos Florales de 1934, el monumento atravesó la guerra civil y en 1942 fue trasladado a la placita a la que dio nombre. Ahí se quedó, medio escondido, junto a la calle Minerva, que es la diosa de las imprentas.

El de Arnau no era el primer busto del escritor. En el despacho de su casa –tercer piso del número 14 de Rambla de Cataluña– el escritor se quedaba largo rato con la mirada fija en el busto de mármol que firmó el escultor ruso Aronson: «Me quería hacer pensativo y me hizo triste», comentaba.

El hombre que vivió la Exposición del 88 era un naufrago en la Barcelona de la Exposición del 29. Apoyado en su bastón negro con empuñadura de márfil, su mirada triste se hacía más sombría bajo el ala del sombrero redondo. En una de las cartas a Gustavo Gili, casi pedía disculpas por la virtud de ser más afín con el habla que con la lengua: «Cierto que yo ponía más espontaneidad que no labor eficiente. Pero yo pregunto, ¿es que, tratándose de literatura simplemente amena, se ha de hacer de otra manera?».

En 1993 se había cumplido el centenario de «La febre d’or» (1890-1892). La novela –emparentada con «L’argent» de Zola– es una mirada crítica sobre la economía de la especulación que conoció la Barcelona previa al desastre del 98. Su lección moral sigue vigente: es la «burbuja» financiera que se hincha con nuevos ricos hasta que estalla y los escupe a la miseria. Oxidada por los programas escolares que agostan vocaciones lectoras, las novelas de Oller conocerán el mismo ostracismo de los años anteriores a la muerte de su autor. Nada más injusto. En sus escritos repletos de castellanismos como «Al llapis i a la ploma» se escuchan las voces de la urbe que derribó murallas para avanzar por el Ensanche en busca del sol y el aire puro.

Volvamos al prólogo de Gaziel: «Siempre que observo la cabeza de Oller y la planta trepadora aferrada al soporte de su busto, nunca la he visto florecer». ¿Florecerá el recuerdo de quien tendió puentes culturales con el resto de España? A quienes imparten lecciones de catalanismo, la literatura catalana solo les sirve para manosearla en su provecho. El busto broncíneo de Oller ha desaparecido; si reapareciera, lo peor sigue siendo el olvido, esa otra muerte.

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