Artes&Letras / Hijos del Olvido

El Seat 1400 del cura Merino

Napoleón llegó a decir del guerrillero más famoso y temido de la Guerra de la Independencia: «Prefiero la cabeza de ese cura a la conquista de cinco ciudades españolas»

Detalle de la ilustración NIETO

JAVIER SUÁREZ DE VEGA

Al contemplar la tumba del mítico Cura Merino en Lerma, ni el viajero más fantasioso sería capaz de imaginar la sorprendente historia que esconde. Todo comenzaría el 12 de noviembre de 1844 en Alençon (Normandía). Una inusual actividad agitaba el número 10 de la rue Grande Ruelle; allí agonizaba un anciano sacerdote español. A las dos de la tarde, rodeado de parientes y compañeros de armas y exilio, fallecía don Jerónimo Merino Cob. Tenía 77 años.

El guerrillero más famoso y temido de la Guerra de la Independencia ya era una leyenda. Napoleón, que llegó a decir en una ocasión: «Prefiero la cabeza de ese cura, a la conquista de cinco ciudades españolas», confesaría que la maldita guerra de España fue la primera causa de todas sus desgracias. Personajes como el indómito Merino fueron los artífices de la derrota del gran corso.

Su exigua partida, creada en Villoviado, acabaría convirtiéndose en una fuerza de miles de hombres que trajo de cabeza a los franceses. El príncipe prusiano Felix Lichnowsky dijo de él: «No hay un granadero del imperio ni un soldado del ejército de Wellington que no lo conozca». En esa audaz forma de combatir estará el origen del hispanismo «guerrilla», presente hoy en tantos idiomas.

Lástima que los españoles, que habían luchado como un solo hombre ante el invasor, dedicasen el resto de la centuria a matarse entre ellos. Aún temido y respetado, un Merino, carlista y septuagenario -«El abuelo», le llamaban sus hombres-, volvería a empuñar la espada. Tras la derrota, tomó el camino del exilio.

Bayona, septiembre de 1839 . A pesar de la noche lluviosa, un numeroso gentío se agolpa para conocer al legendario cura-general que tantos franceses ha sacrificado. Es tal su fama en Francia -hasta sus dramaturgos le han dedicado obras- que uno de sus acompañantes afirma: «Amigo Merino, lo más acertado sería meterle a V. en un coche cerrado, pasar a París, Londres y las principales poblaciones de Europa; y, aunque sea módico el precio que se fije para enseñarle, podríamos hacer fortuna para toda nuestra vida».

«El viaje de vuelta adquirió tintes berlanguianos. Amarraron el féretro a la baca del 1.400 y de esta guisa atravesaron toda Francia

Paradojas del destino, sus otrora enemigos le acogen ahora, hospitalarios, con una mezcla de respeto, temor y curiosidad. Pasa sus últimos años bajo una estrecha vigilancia, llevando una vida frugal y serena como sacerdote, pero, sobre todo, añorando a cada momento su tierra. «Siempre hablando de España», como relataba un allegado. Invadido por la melancolía, le sobreviene la muerte sin poder volver a contemplar los fulgentes cielos castellanos.

Un compañero de exilio, el coronel Rodríguez de Abajo, se preguntaba si algún día podrían devolver a su patria los restos de Merino. Nunca lo lograron y, en 1944, este desvanecido anhelo a punto estuvo de convertirse en una quimera cuando un bombardeo aliado arrasó el Cementerio de Notre-Dame. Milagrosamente, el escurridizo guerrillero, jamás capturado, volvía a esquivar el peligro: su tumba fue una de las pocas que quedaron indemnes.

Al fin, el sueño de traerlo de vuelta a casa se iba a hacer realidad gracias al empeño de un grupo de españoles, encabezados por el abogado burgalés José María Codón, que dejó un detallado relato de la singular aventura.

Tras un sinfín de gestiones y permisos, el 21 de junio de 1962 un SEAT 1400, matrícula BU-13.300, cedido por la Caja de Ahorros del Círculo Católico, partía rumbo a Francia. ¿Su color? Negro, como requería la ocasión. Al día siguiente, tras 118 años bajo tierra gala, fue exhumado el cuerpo de don Jerónimo. Su esqueleto se conservaba completo, con algunos restos de carne momificada. El acta del médico forense ofrecía otros detalles interesantes como su talla, más de 175 cm, notable para la época, o los largos cabellos de color rubio y entrecano que recubrían su cabeza.

El viaje de vuelta adquirió tintes berlanguianos. Introducidos con dificultad los restos en un féretro demasiado entallado, lo amarraron firmemente a la baca del 1400 y, de esa guisa, atravesó Merino toda Francia. En la frontera de Hendaya un piquete le rindió honores militares.

La última cabalgada de Merino, con la que más soñó en su destierro, terminaba en Lerma. Nunca pudo imaginar el legendario jinete que la haría a lomos de tan extraña y ruidosa montura metálica.

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