Mariano Calvo

El día más libre del año

La literatura no consiste en otra cosa que en convertir el desorden de la vida en un orden de palabras

Mariano Calvo
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Cuando el hombre primitivo asomó por primera vez la cabeza fuera de su cueva, lo primero que hizo fue empezar a poner nombres a las cosas. Aquel esfuerzo roturador fue el primer ejercicio literario de la humanidad, y desde entonces parece que el género humano se hubiera propuesto traducirlo todo a palabras. Desde lo más grande a lo más pequeño, todo debe tener nombre. ¡Si hasta tiene nombre esa bolita que hay dentro de los cascabeles!: “escrupulillo”.

La literatura no consiste en otra cosa que en convertir el desorden de la vida en un orden de palabras. Someter el mundo a las leyes de la gramática es hacernos la ilusión de que lo dominamos. Nombrando las cosas, nos hacemos las cuentas de que las poseemos.

Y en medio de todo ese esfuerzo humano por la ordenación y comprensión del mundo está su majestad EL LIBRO.

El libro ha sido el medio de transmisión de conocimientos más importante en la historia de la humanidad y no menos en la historia personal de cada uno de nosotros. Los libros nos suscitan sentimientos de gratitud por lo que nos han enseñado, y su cercanía nos da seguridad porque sabemos que en ellos podemos encontrar todo lo que ignoramos. Nos regalan conocimientos y emociones, y en alguna ocasión llegaron a cambiar nuestro modo de ver el mundo.

Eso sí, al libro no le sienta bien la monogamia: Hay que leer de todo porque el que lee un solo libro es fácil que acabe dando en cualquier fanatismo. Pero, en cualquier caso, los riesgos de los libros se combaten fácilmente con más libros.

Como dijo Marcel Proust, “los libros son obra de la soledad e hijos del silencio”. Cada escritor tiene su propia respuesta a la pregunta de por qué escribe. García Márquez decía que él escribía para que le quisieran. Valle-Inclán afirmaba que se metió a escritor porque éste es un oficio donde no hay jefes que te den órdenes. Adolfo Bioy Casares explicaba que lo que le movió a escribir fue el puro placer de contar historias. Margarita Yourcenar decía que se escribe para defender un sistema del mundo. Y Maurice Barrés aseguraba que escribía para poder pensar, porque lo que se dice pensar, sólo se piensa con la pluma en la mano.

Lampedusa, que escribió sólo una novela, “El Gatopardo”, confesó que le movió a ello ver cómo su primo tonto ganaba un premio de poesía. “Con la certeza matemática –dijo– de no ser más tonto que él, me senté a la mesa y escribí la novela”.

Contaba también García Márquez que cuando tenía doce años, fue a cruzar una calle, y alguien le gritó ”¡Cuidado!”, evitando así que lo atropellara una bicicleta. Entonces aquel hombre se le acercó y le dijo: “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?”.

Y luego está la vocación de eternidad que tiene el libro. El autor vive y muere, pero sus libros permanecen. Los libros están hechos para durar, y el débil papel al final resulta más duro que el mármol, a condición de que lo que en él se escriba valga la pena.

Entre el autor y el público están los libreros, guardianes de ese ecosistema delicado de la cultura que son las librerías. A medio camino entre la vocación y el negocio, los libreros ejercen el virtuoso celestinaje de emparejar libros y lectores.

El autor y los libreros, que tienen como común amigo al libro, tienen al final un común enemigo: el tiempo. O, mejor dicho, la falta de tiempo. Cervantes llamó “desocupado lector” a su lector imaginario, estimando que lo más imprescindible para un lector es el tiempo libre. De modo que el gran enemigo del libro no son las nuevas tecnologías como auguran los agoreros tecnofóbicos sino que los nuevos jinetes del Apocalipsis bibliófilo son el agobio, las prisas, la urgencia y el estrés.

Por eso mismo, combatamos el estrés con la lectura, de probados efectos cardiosaludables. Los libros son talismanes mágicos para el viaje a regiones fantásticas, túneles del tiempo y ventanas a una realidad hecha de palabras pero tan intensa y poderosa como la realidad misma.

Los dioses del sarcasmo dieron al libro forma de ladrillo, pero otros dioses más benévolos hicieron que, una vez abierto, el libro tuviera forma de alas: Alas para el vuelo de las palabras en libertad.

Hay que dejarse elegir por los libros, que ellos saben mucho mejor que nosotros lo que nos conviene. Los libros son como botellas con mensaje y los lectores son náufragos en busca de botellas salvadoras. Cuando el feliz encuentro se produce, estalla con todos sus colores la magia y el poder de la lectura.

Entreguémonos con entusiasmo a la aventura de buscar nuestro libro, ese que sentimos que está escrito para nosotros, el que nos está esperando para colmar nuestra curiosidad, llenar nuestro vacío, aliviar nuestra tristeza y tendernos una mano de amigo.

Los inventores del libro electrónico quieren hacer del libro un electrodoméstico más, con pilas y manual de instrucciones, pero hasta que eso ocurra disfrutemos del libro que se hojea como un arpa y que huele a pan de Gutenberg recién horneado; y, sobre todo, que se regala con dedicatoria de letra enamorada y puede intercalarse una rosa entre sus páginas.

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