Muerte alada
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ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Diario de un jubilado en Nueva York (9): Mirada

El poeta, profesor y traductor toledano Hilario Barrero envía un nuevo texto desde Nueva York, donde reside desde 1978

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Tenía una mirada como si hubiera visto a la muerte de cerca, o como si un lobo la hubiera deslumbrado en una noche de invierno, mirada de Cristo románico, ojos de cartón, pupilas planas como dos circunferencias de acero. Toda su vida fue adjunta de una universidad de barrio donde enseñó año tras año y curso tras curso el subjuntivo, la diferencia entre ser y estar, saber y conocer, gustar y, como quien explica el misterio de la Santísima Trinidad, la diferencia entre el modo imperfecto y el pretérito.

Había nacido en Venezuela y emigró a Nueva York donde vivió modestamente yendo a la ópera en ocasiones, ahorrando para poder comprarse un piso en Caracas adonde irse cuando se jubilara.

Cada curso se quejaba de la poca educación de los alumnos que se reían de su fuerte y equívoco acento en inglés y de cómo pronunciaba el sonido ese hache (sh) sobre todo en la palabra hoja de papel que se confundía con «mierda de papel». Al final, aprobaba a todos y se iba a Caracas a pasar el verano. Al comienzo de uno de los cursos apareció con la mirada todavía más arruinada, como si la muerte ya hubiera entrado en su respiración. Se quejaba de la vida, de los alumnos, de la tiza, del encerado y del nuevo sistema de enseñanza. Renegaba de la política venezolana y maldecía a Chávez, al que culpaba de haberle estropeado el final de su vida con la revolución. Ahora no podría volver a su tierra para pasar sus últimos días. Sacando ánimos de flaqueza pudo terminar el curso cuando mayo encendía e incendiaba a sus alumnos, que el único modo verbal que entendían era el indicativo. Débil y ya profesora titular de la soledad y el desahucio, se deshizo de sus recuerdos: las figuritas de Lladró que compró en un viaje a España, una estatuilla de la Pietá que compró en Roma, las fotografías con las compañeras del departamento, algunos libros, los programas de la ópera y tres cajitas de plata de México. Ligera, como siempre fue, decidió volver a su país a esperar a que la muerte, finalmente, echara raíces en su mirada. Hasta que el otro día se quedó ciega para siempre.

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