ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Diario de un jubilado en Nueva York (64): Otra Nueva York

«Me invitan a cenar a uno de los clubs privados más exclusivos (valga la redundancia) de Manhattan»

Estatua de Henry Ward Beecher en Nueva York H.B.

POR HILARIO BARRERO

En Nueva York hay muchos mundos , universos secretos que te pueden llevar al paraíso o hundirte en el infierno. Me invitan a cenar a uno de los clubs privados más exclusivos (valga la redundancia) de Manhattan. Para los que vamos a pie, vivimos en Brooklyn y estamos jubilados, es decir de vuelta de la vida, no nos preocupa que en Nueva York (y en otras muchas ciudades) haya l ugares secretos a los que solo tiene acceso una minoría privilegiada . La inmensa mayoría, sobre todo si vienen con hijos, comen en un McDonald, van a una de las pizzerías que hay en Times Square o, tirando la casa por la ventana para celebrar que el viaje es de luna miel, van a un restaurante giratorio, en lo alto de un edificio. La felicidad total.

Pertenecer a estos clubs es estar en un lugar exclusivo, con cuadros que muchos museos quisieran tener , es entrar en una biblioteca (aunque los patrones lean poco) con primorosas primeras ediciones encuadernadas en piel, es leer la prensa o fumar un habano en salones con alfombras persas , butacones de cuero y un servicio esmerado. Todo esto tiene un precio: cincuenta mil dólares de entrada y de cinco a siete mil de cuota anual.

Son sus miembros familias ilustres de la historia de América , los nuevos ricos , las fortunas del hierro y del carbón y los altos ejecutivos de las modernas compañías tecnológicas. Hombres en su mayoría, que hablan de política, de economía o del nuevo modelo de avión que se acaban de comprar , que quieren socializar y hacer negocios tomándose un güisqui sin tener que codearse con el pueblo llano que habla alto, huele a colonia a granel y se lamenta de lo difícil que es llegar a fin de mes.

Estar jubilado es, entre otras cosas, olvidarse donde están guardadas las corbatas, las camisas, los gemelos de oro de tu padre que heredaste y el traje azul de ceremonias. Uno, que ya está de vuelta de la vida, es más feliz en su barrio , en restaurantes donde le conocen, a los que puede ir sin afeitar y en pantalones vaqueros . Uno olvida, el tiempo limpia, oscurece y difumina, las ansias por llegar, las prisas por subir de escalafón, los viajes a congresos aburridos, las publicaciones académicas que nadie lee y los cinco años de oscura vida trabajando en la tesis doctoral. El tiempo, ese vendaval de nieve, no solo se amarillea en fotografías, en títulos o diplomas, sino que también hunde su fría cuchilla en el corazón y en el cerebro. Allí donde el olvido tiene su club .

A veces uno ha tenido que ir a algunos de estos clubs y ha valorado la vajilla y la cristalería, los pegajosos modales de los camareros, el suave bisbiseo de los comensales, (algunos con extrañas maneras de esgrimir los cubiertos) y las elaboradas salsas y guarniciones. Es lo que uno come a diario pero vestido con traje de domingo.

Ahora es tiempo de reflexión, estar seguro de haber cuadriculado el cuerpo del amor, contar los días como fiestas de guardar y pensar con Fray Luis de León lo que aprendimos cuando éramos niños : volver a la descansada vida, huir del mundanal ruido y perderse en la luminosa senda del parque de su barrio hasta que el silencio eche raíces en lo oscuro.

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