Coronavirus I Instituciones Penitenciarias

Ángela, funcionaria de prisiones: los abrazos rotos por el virus

Cuando se reincorpore al trabajo, en su casa volverá a dormir en una habitación aparte, a usar su propio baño y mantendrá las distancias para no contagiar a su familia

Coronavirus, última hora

Uno de los hijos abraza a su madre en su casa este viernes ABC

Esta funcionalidad es sólo para registrados

«Ya estoy diciendo a mis hijos y a mi marido que se aprovechen, o yo de ellos mejor. Cuando me reincorpore al trabajo se acabaron los abrazos, los besos y las caricias». Ángela es el nombre ficticio elegido por esta funcionaria de la prisión Madrid VI, en Aranjuez, aunque a un puñado de kilómetros del límite con la provincia de Toledo. Trabaja en las cárceles de España desde 2008, ha pasado por dos centros penitenciarios más y en junio terminará el doble grado en Criminología y Derecho.

Sus hijos y su esposo ya saben qué significan los abrazos rotos, la falta de besos y de caricias de mamá mientras ella trabaja en tiempos del virus SARS-CoV-2. «Después de decretarse el estado de alarma, ya estuve 20 días sin darles un beso; dormía en otra habitación sola, con mi propio cuarto de baño y comía distanciada de ellos más de dos metros. Solo teníamos contacto visual», explica Ángela, que vigila desde una cabina dos módulos de la prisión, con más de cien reclusos cada uno.

Esa situación se recondujo días después de que a esta funcionaria le dieran la baja laboral al sospechar que podría estar contagiada por el virus. «Me puse malísima, aunque supuse que era una gripe. Lo que más me preocupó era haber contagiado a mis compañeros y a todo un módulo donde hay más de cien personas, muchas de ellas con patologías y enfermedades graves, por lo que, si lo pillan, es difícil que lo superen». Al final no supo si era la COVID-19 porque no le hicieron pruebas, con lo que, pasada la cuarentena establecida, pudo abrazar de nuevo a su familia.

«Contacto físico nulo»

Sin embargo, el panorama va a pintar bastos en casa de Ángela dentro de unos días. Volverá a vivir «confinada» en su propia casa; a hacer vida común sin acercarse a su familia; a dormir en una habitación separada y a ir a trabajar con el vehículo que ella solo utiliza. También a desinfectar la cabina de la prisión continuamente, aunque el personal de limpieza descontamina una vez al día.

Cuando regrese de la cárcel (1.189 presos), avisará a voces al entrar en casa, irá a «su» baño y se quitará la ropa, que meterá en una bolsa para llevarla a la lavadora y desinfectarla a 60 grados después de que ella ya se haya descontaminado. «Contacto físico nulo; no tocaré a nadie en mi casa. Ni un beso», lamenta.

¿Tiene miedo a contagiarse?

—A contagiarme de mis compañeros y a contagiar. Estoy en una cabina con 4 o 5 funcionarios y, por mucho que desinfectes, tienes que llamar a los internos por un altavoz, con lo que debes acercar la boca al micrófono para hablar y no te das cuentas de limpiarlo. O cuando hablas por el teléfono y lo haces sin la mascarilla puesta. Es muy difícil cambiar la rutina.

Uniforme de trabajo y elementos de protección que Alberto lleva en la prisión de Estremera

Por la pandemia, Ángela trabaja cada cinco días para evitar contagios dentro de la cárcel. Tiene un turno de 8 de la mañana a 9 de la noche, descansa unas horas en casa y vuelve a la prisión para una jornada intensiva de 24 horas que comienza a las 8 de la mañana. Esto es lo que ellos llaman ciclo.

Al iniciarlo les dan una mascarilla quirúrgica, que tiene una duración útil de unas 8 horas, aunque a Ángela le debe durar las 40 de trabajo. «Yo he lavado las mascarillas a 60 grados en la lavadora pero se acaban pelando. Me parece fatal tener solo una por ciclo », se queja.

Los funcionarios disponen de gel hidroalcohólico a la entrada del módulo para desinfectarse las manos, además de usar también los elementos de toda la vida: agua y jabón. Pero el día a día dentro de la prisión ha cambiado con la epidemia. Ahora los funcionarios han limitado las entradas a las zonas comunes y el contacto directo con los penados, porque son una población de riesgo. «Nosotros venimos de la calle y podemos contagiarlos», dice Ángela. Por eso hablan más a los reclusos desde la ventanilla de la cabina, con el fin de que «ellos se sientan más seguros y tengan menos focos de contacto».

Los presos de Aranjuez VI han pasado por varias fases en esta pandemia. «Tienen muchas incertidumbres, aunque ellos son los que, relativamente, llevan una vida más normal que nosotros en la calle. Porque siguen bajando al patio, a las zonas comunes, donde están todos juntos, como el gimnasio, el comedor y la sala de la televisión —explica la funcionaria—. Además, se les permite ahora que permanezcan en su celda y bajar a por el desayuno y tomarlo dentro de ella, si no quieren estar en el comedor».

Lo peor ha sido la suspensión de las comunicaciones a los internos, el contacto familiar. « El cambio ha sido tremendo , porque en esas comunicaciones se pasa droga también. Que no tengan ahora acceso a ella se nota en los más adictos, que están más agresivos, mucho más a la gresca —dice la funcionaria—. Por nada se alteran y es ahí cuando tenemos que mediar con muchísimo tacto».

Un plante en Jueves Santo

En Ocaña I (420 internos) lo tienen muy reciente. El 9 de abril, Jueves Santo, vivieron lo que José Manuel , jefe de servicio en esta cárcel toledana, llama un plante de presos. Hubo quema de contenedores y papeleras, además de romper una columna de hierro fundido que estaba desprendida También colocaron un carro para evitar el paso de los funcionarios.

Fueron identificados casi todos los participantes, cerca de cincuenta, de los que una media docena acabó en las celdas de castigo. Este grave incidente, que pudo haber desembocado en un conato de motín, movilizó a varios funcionarios que estaban de descanso por si era necesaria su intervención, mientras que la Guardia Civil acordonó la cárcel. «La cosa se podía haber complicado si los internos se niegan a subir, aunque varios de ellos, entre 40 y 50, desobedecen reiteradamente las normas durante el día», explica José Manuel, que no trabajó el Jueves Santo.

Se queja de la falta de mascarillas quirúrgicas, como Ángela en Madrid VI. «Una por persona., y que te dure todo el ciclo, 40 horas; es un poquito vergonzoso», recalca José Manuel. «De guantes ahora vamos bien y, en el módulo de ingresos, han ido apareciendo pantallas antisalpicaduras y también algún mono», añade este funcionario, que agradece las donaciones de material de hermandades de la Semana Santa de Ocaña. Incluso su sindicato, la Asociación Profesional de Funcionarios de Prisiones (APFP), va a enviar pantallas antisalpicaduras a su cárcel. «Hubo un momento en que lo que teníamos era guantes pero no mascarillas —recuerda—. Ahora parece que la situación se va a invertir: van a faltar guantes y sobrarán mascarillas. Del material que tenemos, una quinta parte es donación y el resto, de Instituciones Penitenciarias».

Marta, con su indumentaria de trabajo nada más llegar a casa

Debido a la pandemia, el protocolo que se sigue cuando ingresa un recluso es muy lento, explica José Manuel. El preso es despojado de todas sus ropas y pertenencias, se le ordena que se duche, su ropa es introducida en una bolsa para ser desinfectada y recibe una ropa limpia que le proporciona el centro. Luego pasará 14 días en una celda de aislamiento, ubicada en la séptima galería del módulo de ingresos, por si fuera portador del virus.

Durante ese tiempo, es valorado por un médico y puede realizar la llamada a la que tiene derecho. Pero solo contacta con los funcionarios y con los reclusos que le llevan las bandejas del desayuno, de la comida y de la cena.

Si no presenta síntomas de contagio, el interno podrá salir al patio a las dos semanas, será ubicado en otra celda y hará la vida normal dentro de un centro penitenciario, que fue desinfectado por el Ejército el 12 de abril. Además, los internos de mantenimiento, con sus garrafas a la espalda, dan una ronda todos los días al mediodía para esterilizar las instalaciones.

Por eso José Manuel se siente más tranquilo y no toma las medidas de seguridad de Ángela cuando llega a casa. Se quita la ropa, que va a la lavadora, y a la ducha. «A veces hay más riesgo en el supermercado que en mi centro de trabajo. Mientras no haya casos, pues estamos todos tranquilos», afirma.

«Sí es cierto que, en cuanto a medios, deja mucho que desear. Pensar que una mascarilla te tiene que durar 40 horas... Nosotros no vamos a trabajar por gusto, vamos porque nos toca y somos trabajadores esenciales», reivindica José Manuel, que continúa: «Lo que más me duele de todo esto, y con todo mi respeto, es que se ve mucho más la labor de un policía nacional, de un guardia civil, de un bombero... que la de un funcionario de prisiones. Y estamos en el candelero igual que ellos».

En España hay 69 prisiones, tres unidades de madres, dos centros psiquiátricos penitenciarios y 33 centros de inserción social (CIS). Según el sindicato CSIF, a fecha del 22 de abril había 239 trabajadores infectados por el virus y 49 presos, mientras que en cuarentena permanecían 518 funcionarios y 481 internos.

En su prisión los reclusos ya pueden realizar videollamadas desde mediados de este mes. Un funcionario se encarga de ponerlos en contacto con sus familias y les permite charlar con sus familiares durante unos minutos. «Los presos no son conscientes de la situación que pasa fuera, porque no ha habido casos dentro de la cárcel —afirma José Manuel—. El problema podría venir si surgiera algún caso. Lo que ocurre en residencias de ancianos podría pasar en las prisiones. Tenemos gente con muchas patologías y, en el caso de que el virus se propagara, habría situaciones muy peligrosas».

Elementos de protección contra el virus con los que Alberto trabaja en su prisión

Además de matrimonio, Alberto y Marta son funcionarios de prisiones. Son nombres falsos por expreso deseo suyo. Él trabaja en la cárcel madrileña de Estremera (1.200 reclusos), a muy pocos kilómetros del límite de provincia con Guadalajara y Cuenca. Solo recibe una mascarilla quirúrgica para su ciclo laboral de 40 horas, por lo que se lleva otra de casa, pero «esta con su valvulita», aclara. No tiene tanta suerte como su mujer, a la que le dan tres unidades en su centro, Ocaña II (360 internos).

Llevan turnos opuestos, por lo que pueden conciliar el trabajo con la familia. Marta no ha tenido que pasar ninguna cuarentena; todo lo contrario que Alberto. Cuenta que le llamaron un día del centro y le dijeron que no fuera a trabajar «porque un compañero había dado positivo en la misma guardia, en la zona de aislamiento». Pasó 21 días en casa, sin ningún síntoma, y se incorporó a la faena. Pero a él no le hicieron ninguna prueba para comprobar si estaba contagiado. «Ahora sí los compañeros van a hacerse los test a un centro médico para confirmar o descartar que tienen el virus», explica el funcionario.

Alberto y Marta toman las mismas precauciones cuando llegan a casa después de la jornada laboral. Realizan el mismo protocolo de desinfección, como un ritual. «Nadie me toca en casa hasta que no me descontamino», resume Alberto, que trabaja a dos metros de distancia de sus compañeros porque saben que pueden contagiarse entre ellos y también pueden contaminar «a los administrados», a los reclusos.

En su casa, sin embargo, hay caricias, besos y achuchones. Al igual que en el domicilio de José Manuel. Pero Ángela ya ha iniciado la cuenta atrás para regresar al tajo en unos días. Entonces, comenzará un nuevo periodo de abrazos rotos.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación