Pincho de tortilla y caña

Sedición

Los magistrados del Alto Tribunal deben saber que su decisión no va a dejar satisfecho a casi nadie

El salón de plenos del Tribunal Supremo, donde se celebró el juicio del «procés» EFE
Luis Herrero

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Vaya, vaya. El hermético portón que ha sellado la confidencialidad de las deliberaciones de los siete jueces del Tribunal Supremo durante la confección de la sentencia —no hace falta especificar cuál— ha abierto una rendija por la que se ha filtrado, al final, lo mollar del veredicto. Todos los diarios de difusión nacional, invocando cada uno de ellos sus propias fuentes jurídicas, dan por hecho que nueve de los doce acusados serán condenados por sedición. Algunos de ellos, también por malversación. Los menos —tres de los doce—, solo por un delito de desobediencia. No hay predicciones discrepantes. La información, aunque no sea el caso, parece más un despacho de agencia, de esos que reproducen a diario todos los medios informativos cuando no manejan información propia, que el fruto de un scoop sudorosamente trabajado por los periodistas que se mueven entre ropones con puñetas en la bocamanga. Todo parece indicar, por lo tanto, que estamos ante una filtración consentida, si no premeditada, que pretende ir preparando psicológicamente a la opinión pública.

Los magistrados deben saber que su decisión no va a dejar satisfecho a casi nadie. Lo digo con el máximo respeto a sus Señorías y reconociendo de antemano mi condición de lego en cuestiones jurídicas. Sé muy poco derecho penal, pero tengo memoria suficiente para recordar que otros insignes actores de este procedimiento —por ejemplo el juez instructor y todos los representantes del ministerio público — han defendido tesis discrepantes a las que, según parece, prevalecen en la redacción de la sentencia. Si alguien pretende vender la idea de que una decisión unánime de siete magistrados del Supremo zanja un debate jurídico y convierte en obvias sus conclusiones finales hará bien en recordar que al menos cinco togas del Supremo del mismo rango —en materia de veteranía y conocimiento del derecho— defienden un punto de vista distinto. Si el tribunal hubiera estado formado por Pablo Llarena, Consuelo Madrigal, Javier Zaragoza, Jaime Moreno y Fidel Cadena —todos ellos popes del Supremo— la condena, también unánime, habría sido por rebelión y no por sedición.

El debate entre la rebelión y la sedición ha estado presente en el ánimo de las partes desde el inicio del proceso. Cuando el Gobierno obligó a Edmundo Bal —entonces responsable del área penal de la Abogacía del Estado— a cambiar de criterio en sus calificaciones iniciales (él era partidario de acusar por rebelión), el gesto de Sánchez se vendió como una concesión graciosa a las demandas independentistas. Frente a la actitud volátil y poco independiente de la Abogacía del Estado, jerárquicamente supeditada a las órdenes del ministerio de Justicia, la postura profesional de los jueces y fiscales del Supremo emergió como un contrapunto de garantía jurídica. La fiscal general del Estado, Maria José Segarra , resistió las presiones de su amiga Maria Dolores Delgado para que el ministerio público suavizara su postura, y el presidente de la Sala Segunda, Manuel Marchena, se preocupó de coordinar las disquisiciones profesionales que iban surgiendo durante la fase de la instrucción para que prevaleciera en todo momento un criterio coherente y mancomunado.

Por eso sorprende tanto que haya sido él, en su calidad de ponente de la sentencia, quien haya apadrinado un criterio distinto al que ayudó a forjar durante la fase previa. El buen trabajo que ha realizado durante el juicio, alabado por casi todos los observadores, parciales e imparciales, le pone a salvo de sospechas espurias. Es más: le coloca en una teórica buena disposición para que se consume, al fin, su anhelo profesional de alcanzar la presidencia del Tribunal Supremo. Pero lo que hoy parece una disposición favorable —no debería olvidarlo— puede cambiar de pronóstico si se complica el paisaje. Pincho de tortilla y caña a que desde el lunes será para unos el juez que metió en la cárcel a los mártires de la causa independentista (nadie le agradecerá la rebaja del delito), y para otros, el juez que blandeó al final para que los intereses del Estado no se vieran comprometidos por una sentencia excesivamente rigurosa. A veces, estar en el centro de una tenaza no sirve para nada bueno.

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