Epilepsia

Cabe objetar que los votantes podrían haber elegido mejor y tienen lo que se merecen

La ministra María Jesús Montero ABC

Álvaro Delgado Gal

Los contactos para la aprobación de los Presupuestos han estimulado en la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno una locuacidad que habría encantado a Valle-Inclán. Al Valle-Inclán, claro, de la «Corte de los Milagros». Empiezo por el principio, cuando aún no había comenzado el enmascarado Sánchez a pegar a la hebra con sus enmascarados interlocutores. María Jesús Montero anunció que los Presupuestos que había elaborado el Gobierno eran ecologistas, feministas, y tenían muy en cuenta la hegemonía del ciudadano. Solo le faltó decir que eran congruentes con los Derechos Humanos. Parecía confirmarse la sospecha de que el Gobierno no ha hecho nada de nada, a pesar de que la cita con Bruselas sea inminente. Pero las apostillas que siguieron al estéril encuentro entre Casado y el jefe del Ejecutivo fueron todavía mejores.

María Jesús Montero reprochó a Casado su actitud frentista y seguir empeñado en el «no es no». Esta frase es una acuñación famosa de Sánchez. Se comprendería que un enemigo del Gobierno la esgrimiera para sacarle los colores al Presidente. Proferida por uno de sus ministros, produce perplejidad. ¿Estaba la ministra metiéndole un rejón a su jefe? Hay una explicación más sencilla. La señora Montero habla con el desparpajo de un cómico en un programa de risa, y lo mismo le da un roto que un descosido.

La traca final estalló el jueves. Montero, tras la reunión con Rufián, proclamó literalmente: «Estoy segura de que hay mucho que nos une, pero, sobre todo, el amor a España». Es difícil estirar más, no ya la paradoja, sino la impostura frenética. Todo esto produce un efecto deprimente. El ciudadano carece de conocimientos para saber con precisión por qué las cosas no están saliendo a derechas. No sabe establecer, con la solvencia de un analista político, por qué la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado es vital para el afianzamiento de una mayoría parlamentaria. Ni puede emitir un veredicto técnico sobre la aptitud con que el Gobierno está combatiendo la pandemia. Pero tiene vista y oído, y las chuscadas que le llegan de aquí y allá despiertan en él una sensación concreta: la de que los rectores de la nación son unos botarates.

A esta sensación, arrasadora para la salud de una democracia, contribuye, más allá del desaliño de la portavoz o de los aprietos inherentes a un sistema de alianzas inestable, otro factor clave: la retórica del presidente. El último, asesorado quizá por su jefe de gabinete, se dirige a los ciudadanos, no desarrollando argumentos, sino representando papeles. «Papeles» en plural: ahora es Churchill , después un español de a pie que departe con sus iguales. Dado que la relación entre dos representaciones no es, al contrario de la que existe entre las palabras o los conceptos, gradual ni transitiva, lo que ocurre es que Sánchez se proyecta sobre nosotros en perfiles epilépticos, como los de los bailarines en una discoteca cuando se apagan y encienden los focos que hay colocados en el techo. Durante el primer ciclo de la pandemia, Sánchez fue Churchill: tenía asidas las riendas y nos invitaba a unirnos como una piña contra el común enemigo. A finales de agosto había descubierto que España es casi un país federal y lanzaba el mensaje de que cada palo aguante su vela. El segundo perfil expulsa al primero, y el espectador se queda confundido y como turulato.

No funcionan las democracias, no funcionan los países, cuando es imposible una identificación moral mínima de los votantes con aquellos por quienes votan. Cabe objetar que los votantes podrían haber elegido mejor, y que tienen lo que se merecen. No me convence la contestación. La democracia es más complicada. Lo seguro, señores, es que esto pinta tirando a mal.

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