Que continúe la fiesta

Faltaron las ideas y los proyectos, pero no la astucia porque los cinco candidatos hicieron una exhibición de malevolencia para dejar en evidencia a sus adversarios

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Albert Rivera dimite tras el batacazo de Ciudadanos

Pedro García Cuartango

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Si algo le sobró al debate de anoche fue la pompa y circunstancia que rodeó el evento, que en algún momento pareció la gala de los oscars de Hollywood. Mucha foto, mucha pose, mucho atrezzo y muy poca sustancia. De lo sublime a lo ridículo hay sólo un paso que cruzaron los organizadores del evento al intentar presentar como un gran debate intelectual e ideológico lo que fue un cruce de golpes bajos y eslóganes electorales.

Por mucho que las fuerzas políticas y sus pregoneros intenten revestir la política de un aire épico, a los cinco candidatos se les vieron las costuras. Los grandes principios, las estrategias de altura brillaron por su ausencia en una confrontación que parecía más un combate de boxeo que un intercambio dialéctico entre caballeros.

Por cierto, todos vestían con una chaqueta azul y pantalón oscuro, salvo Iglesias, que iba en camisa con una corbata sin anudar al cuello. Se nota que los asesores habían hecho su trabajo. Todo medido y pensado, ninguna improvisación. Lo importante era no cometer un error, lo que atenazó a los candidatos en algunos momentos del debate.

Faltaron las ideas y los proyectos, pero no la astucia porque los cinco candidatos hicieron una exhibición de malevolencia para dejar en evidencia a sus adversarios. Como era de esperar, Pedro Sánchez fue el blanco de todos los ataques. Pero el presidente se despachó a gusto contra Pablo Iglesias, al que acusó abiertamente de deslealtad en Cataluña, contra Pablo Casado, al que reprochó la pasividad de Rajoy, y contra Albert Rivera, que le enseñó un adoquín lanzado por los CDR contra los Mossos. Luego Sánchez le devolvió el golpe, tachándole de «derecha cobarde».

Siguiendo la idea de Spinoza de que la naturaleza humana reside en el esfuerzo por perseverar en el propio ser, volvimos a escuchar al inquilino de La Moncloa, imperturbable al desaliento, proponer que le dejen gobernar si es el candidato más votado el próximo domingo. Nadie le contestó.

Iglesias evitó Cataluña

Iglesias intentó evitar el asunto de Cataluña, en el que la ambigüedad de su discurso le debilita ante las urnas, con la ocurrencia de referirse a la España vacía. Y luego realizó un catálogo de promesas sin explicar cómo las va a financiar. Sería de agradecer que Podemos concretara cómo va a pagar ese aumento de las pensiones, cuyo déficit va a ser este año de más de 20.000 millones.

Como en el debate de las elecciones de abril, Iglesias intentó aparecer como un dirigente que está por encima de las miserias de los demás, lo que no acabó de funcionarle bien porque un truco, cuando se repite, suele salir mal. Eso es lo que le pasó ayer.

Casado responsabilizó al líder del PSOE de incapacidad para atajar la violencia en las calles de Cataluña y luego le tendió la trampa de preguntarle cuantas naciones tiene España, a lo que Sánchez no respondió. Nada nuevo bajo el sol.

Cambiando una estrategia que no le ha funcionado, Rivera dejo claro que habrá gobierno si de él depende, lo que significa que está dispuesto a buscar un entendimiento con el PSOE, como ha dejado claro en la campaña. Y centró buena parte de su discurso en la crisis catalana. Argumentó la necesidad de destituir a Torra y aplicar el artículo 155.

El último de los cinco candidatos, Santiago Abascal, intentó presentarse como la única alternativa a Pedro Sánchez, al que acusó de complicidad con los que quieren destruir España, subrayando también que el PP es responsable de lo que está sucediendo en Cataluña por la pasividad cuando ha gobernado. Estuvo contundente y directo, pero su problema es que propone soluciones simples a problemas complejos.

Otro hecho notable en el debate es la leña que se sacudieron Casado y Rivera. Este utilizó la corrupción contra el candidato del PP, a lo que Casado entró como un toro a un trapo rojo. Es evidente que ambos no tienen ninguna sintonía, como también lo es que a Iglesias le cae mucho mejor Casado que Rivera.

A Sánchez le gusta hablar de las tres derechas como si fueran Dios, el Espíritu Santo y Jesucristo, pero lo cierto es que anoche sus tres candidatos se mostraron más preocupados de darse estopa entre ellos que en atacar al bloque de izquierdas. A Sánchez le vino muy bien esta estrategia porque en muchos momentos apareció como un hombre de Estado que busca el equilibrio entre los extremos.

A pesar de las pequeñas y grandes miserias de los participantes, el debate sí fue útil e ilustrativo en su propia inanidad porque sirvió para corroborar que será muy difícil que haya un Gobierno estable tras el 10 de noviembre. Si las encuestan no se equivocan mucho, vamos a un Parlamento fragmentado, con dos bloques sin mayoría y con nula voluntad de llegar a acuerdos de Estado. Lo que pudimos constatar ayer es que hemos pasado de un modelo bipartidista de alternancia de poder a otro que nadie sabe en qué consiste y cómo funciona. Seguimos paralizados y sin esperanza alguna de poner en marcha un Gobierno que pueda acometer las reformas pendientes.

Eso sí, no faltó en el debate «el conejo en la chistera» que se sacó Sánchez, como dijo Abascal, cuando anunció la introducción como delito de la apología del fascismo. ¿Y del estalinismo o los crímenes del comunismo soviético? Eso no lo explicó el presidente. Al final, hubo un cruce de descalificaciones entre Abascal e Iglesias en la mejor tradición cainita de este país. Hay algunos dirigentes que se esfuerzan en revivir el pasado y que parecen tener especial empeño en resucitar a Franco.

Eso sí, ninguna referencia a la educación, al desequilibrio de las pensiones, a los problemas de competitividad de nuestra economía, a la desigualdad o al recorte de la inversión pública. Ninguna propuesta innovadora, ninguna idea original en medio de un debate en el que volaron los puñales.

El psicoanalista francés Jacques Lacan apuntaba que el inconsciente es pura repetición. Eso es lo que vimos ayer: la cansina repetición de una España fracturada y sin horizontes. Ya lo decía Jean Paul Sartre: el infierno es el otro. En eso llevamos ya demasiado tiempo.

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