Crítica de «Drácula, la leyenda jamás contada» (**): Un vampiro con poca vida

La historia del mito, trazada desde un punto de vista muy distinto pero atractivo, se va diluyendo en las sombras del ordenador, mal muy común en los últimos tiempos

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Dice la historia que se han hecho unas 400 versiones de Drácula, incluida la magistral de Ford Coppola y Gary Oldman, y la inclasificable de Chiquito de la Calzada, genio y figura de nuestra España indescifrable. Esta del novato Gary Shore se queda en tierra de nadie. Cuenta con el excelente Luke Evans y la mirada de Charles Dance, casi irreconocible tras la tremenda máscara del demonio y, sin embargo, en sus ojos se descubre el destello que desvela al padre de los Lannister, grandioso secundario de una calidad sublime.

Es lo más que aporta la película, que tiene un comienzo prometedor y pronto se apaga en un guión falsario, en unos turcos risibles, de topicazo estereotipado, en un cúmulo de efectos especiales que tapa el agujero de la historia que, para relleno, coge trozos de aquí y de allá, retazos que se disfrazan de homenajes pero que son más un remedio, de esos que acaban siendo peor que la enfermedad.

En suma, una película con, nunca mejor dicho, poca vida.

La historia del mito, trazada desde un punto de vista muy distinto pero atractivo, se va diluyendo en las sombras del ordenador, mal muy común en los últimos tiempos. De cualquier forma, aunque hubiera subido el listón, imposible con este guión, aún estaría a años luz de Coppola y del gran Oldman, una obra maestra poco valorada, muy infravolarada, probablemente porque por ahí andaba el tostón impávido de Keanu Reeves que casi despeña al bueno de Vlad.

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