La Rambla, repleta de gente durante la jornada de ayer
La Rambla, repleta de gente durante la jornada de ayer - inés baucells

Sant Jordi, autores en busca y captura

María Dueñas, Xavier Bosch, Pérez-Reverte, Ibáñez y David Trueba se reparten el protagonismo de la gran fiesta del libro

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Dos horas de cola para un encuentro de apenas veinte segundos. Dos horas de cola para, como se maravillaba el escritor irlandés John Banville, volver a casa con la firma de un escritor estampada en un libro. «No hablamos de artistas ni de deportistas, sino de escritores», puntualizaba el escocés Philip Kerr, asombrado una vez más -era su segundo Sant Jordi- de que la gente se lanzase a la calle en busca de libros. Sólo que en este caso no se trataba exactamente de un libro, sino de un cómic. Un tebeo, como acotaría el propio Ibáñez, capaz de superar expectativas, acercarse un poco más a «La templanza» de María Dueñas, gran vencedor de la jornada, y convertir al dibujante barcelonés en uno de los hombres más buscados de la multitudinaria y gozosa jornada de Sant Jordi.

Porque, más allá de las cifras de venta definitivas, que no se conocerán hasta la próxima semana y de ese cuarto puesto que ostentaba ayer «El tesorero» en las lista provisional de ficción en castellano, un simple vistazo bastaba para darse cuenta de que la batalla, al menos la de las colas y las firmas despachadas a velocidad supersónica, se libraba ayer entre Dueñas Ken Follett, Albert Espinosa y, claro, Francisco Ibáñez. El autor, demasiado ocupado dedicando cada uno de los ejemplares de «El tesorero» con un dibujo personalizado de Mortadelo, no hablaba, pero su editor y acompañante, Manuel de Clos, aseguraba que nunca había visto nada parecido. De hecho, tampoco hay tantos cómics que hayan conseguido desafiar el podio de la ficción ni mucho menos tantos autores capaces de conseguir que, lo que son las prisas, la cola se transforme en una incómoda serpiente humana que le persigue cuando atraviesa plaza Cataluña con intención de comer. Autores en búsqueda y captura en pleno Sant Jordi.

Con ese gentío a su alrededor, tanto Ibáñez como una Dueñas radiante ante «el entusiasmo de los lectores y la alegría en la calle» eran relativamente fáciles de localizar: bastaba con seguir a la multitud para acabar encontrándose montañas de ejemplares de «La templanza» y «El tesorero». Otros, en cambio, estaban camuflados entre las riadas de gente que, Rambla arriba y Passeig de Gràcia abajo, llevaron al Gremio de Libreros a felicitarse por la «mucha participación» y las buenas sensaciones de ventas». Así, detrás de los libros y la gente aparecían autores como James Ellroy, entusiasmado con su estreno en Sant Jordi. «¡Me siento espléndidamente», proclamaba el autor de «Perfidia» mientras se presentaba como un «pitbull rabioso» que estaba ahí para «hacer vender libros a su editorial». Tan a pecho se lo tomó alguno de sus lectores que, acto seguido, el estadounidense ya tenía un billete de 50 euros y una tarjeta de crédito delante de sus narices.

«Cada ciudad del mundo debería tener un Sant Jordi. Y en cada sitio en un día diferente», proclamaba Banville, a quien le conmovió especialmente encontrarse con una lectora que no sabía inglés pero que se había hecho escribir en un papel lo que debía decirle al autor irlandés. «La gente es realmente afable», añadía un autor que, por unas horas, fue más Benjamin Black que John Banville. «Había pensado en firmar mis libros como Banville con la mano derecha y los de Black con la izquierda», pero creo que no es muy buena idea», ironizaba.

Siguiendo esa estela de libros y escritores y de entusiasmo contagioso podía uno ver a Almudena Grandes celebrando la transversalidad de sus lectores -«he firmado libros de abuelos para nietos y de nietos para abuelos-, explicaba-; a Enrique Vila-Matas perfilando con pericia sus hombres con sombrero y gabardina; al británico Ben Brooks sacándose de la chistera un facsímil inédito solo para tener una excusa para volver a Barcelona; o a debutantes como Màrius Mollà o Milena Busquets algo azorados ante la cantidad de escritores reunidos a primera hora en un céntrico hotel barcelonés.

«¡Esto no existe en ningún otro lugar del mundo! Es una declaración de amor a los libros y a la literatura», subrayaba el griego Petros Márkaris mientras el galés Ken Follett, imperturbable en su papel de gentleman y con una copa de vino discretamente colocada junto a una pila de ejemplares de «El umbral de la eternidad», desafiaba la lista provisional de ventas manejando una cola tan faraónica como sus propias novelas. Porque ya se sabe que en Sant Jordi una cosa es firmar y otra muy diferente es vender. O viceversa. Quizá sería hora de empezar a elaborar, junto a la listas de los más vendidos, otra que reconozca las muñecas más doloridas.

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