Luis Ojea - LA SEMANA

Carroñeros de la desolación

Mientras Galicia luchaba contra la peor ola de terrorismo incendiario de la última década, ese inframundo andaba echando cuentas del rédito político que le podían sacar a la catástrofe

La caverna gallega ha traspasado esta semana los pocos límites de la decencia que le quedaban por cruzar. Mientras Galicia luchaba contra la peor ola de terrorismo incendiario de la última década, ese inframundo andaba echando cuentas del rédito político que le podían sacar a la catástrofe. Al mismo tiempo que miles de gallegos peleaban por su vida y sus propiedades contra las llamas, esta gentuza estaba ya organizando manifestaciones. Aún con incendios vivos y con los cadáveres de las víctimas sin enterrar, salieron a la calle con sus pancartas y su odio.

No nos engañemos. A esta tropa no le importa el monte gallego ni que haya incendiarios que lo quemen. Lo único que les preocupa es la conflictividad social, alimentar su estrategia de movilización permanente en la calle. La democracia representativa les aburre. Y cualquier excusa es buena para la algarada contra el sistema.

Pero esto no va de política partidaria. El desafío del terrorismo incendiario trasciende cualquier frontera ideológica. Es un reto al que debería hacérsele frente sin cálculos electoralistas. Las peores catástrofes en Galicia se remontan a 1989 y 2006, con gobiernos de izquierdas. Portugal y Asturias también se queman con presidentes socialistas. El fuego no entiende de colores políticos. Es demasiado burdo hasta para ellos intentar obtener ventaja política de este tipo de tragedias.

No es momento de esa política de barra de bar a la que algunos están acostumbrados. Lo que hace falta ahora es una reflexión sosegada. En esto no cabe el regate corto. Hace falta poner las luces largas. Un diagnóstico honesto y una batería de medidas ambiciosas pactadas a medio y largo plazo que permitan hacer frente al desafío. El drama es que los carroñeros de la desolación han demostrado carecer de interés para afrontar el problema.

Responsabilidad compartida

Cuando el presidente Fraga llegó a la Xunta se hizo un esfuerzo ingente para desarrollar un servicio de extinción que hoy es referente en toda Europa. Se ataca el fuego desde su inicio y se consigue que muchos incendios se queden en conato. Un modelo que funciona razonablemente bien en circunstancias normales e incluso en condiciones extremas.

Sin embargo, lo ocurrido el pasado fin de semana sobrepasa los límites de cualquier sistema. No se trata de cantidad de medios. Y no solo por la regla de los tres treintas, temperaturas de más de 30 grados, viento con velocidad superior a los 30 quilómetros por hora y humedad inferior al 30 por ciento. La tormenta perfecta, condiciones meteorológicas extremas y agravadas por meses de sequía. Todo eso es cierto. Pero eso por sí solo no explica lo que ocurrió.

El monte arde porque alguien le prende fuego. Y esa es una circunstancia que algunos sistemáticamente pretenden olvidar. Es difícil saber e imposible probar si hay una trama o un grupo organizado a escala autonómica. Pero es evidente que sí hubo muchos incendiarios que simultáneamente, conscientes de las condiciones propicias para que se expandiese el fuego, decidieron sembrar el terror. No es casual que la ola se dirigiese contra poblaciones habitadas. O que el fuego esta vez traspasase el asfalto de las ciudades. Esos incendios no son meras imprudencias. Y no es la primera vez. Llevamos mucho tiempo sabiendo que muchos conatos se inician de noche, en focos simultáneos, en lugares de difícil acceso. Y esa gente convive entre nosotros. Pero sigue sin haber la suficiente concienciación social para denunciar al incendiario.

El desafío del terrorismo incendiario es una responsabilidad compartida. En todos los sentidos. También en la prevención de riesgos. El desarrollo industrial de Galicia y el progresivo abandono del rural ha propiciado que el monte se haya convertido en un enorme bidón de gasolina listo para explotar. Pero convendría no confundirse. Porque vendrán los liberticidas a demonizar el eucalipto. Su simplismo les impide ver lo que constata cualquier experto, que una plantación de eucaliptos bien cuidada genera menos riesgos que una masa de especies autóctonas descuidada. No se trata de decirle al propietario de un terreno qué puede plantar. Se trata de hacerle asumir la responsabilidad de tenerlo limpio de maleza. Esa es una de las claves para minimizar los riesgos. La diarrea normativa de nuestro país no arregla nada. Sobre todo si las leyes que se aprueban no se cumplen ni se hacen cumplir. Los propietarios tienen obligaciones claras. Pero pocos se preocupan de hacerlo. Y pocas las administraciones locales que no miran hacia otro lado.

El dispositivo de extinción es muy caro y tampoco convendría obviarlo. Este año el Pladiga suma 173 millones y supone el despliegue de unas 7000 personas entre brigadistas, agentes de policía y guardia civil y personal de la Unidad Militar de Emergencias. Esa factura tienen que asumirla los incendiarios y los que con su imprudencia y negligencia favorecen condiciones que permiten la expansión del fuego.

El terrorismo incendiario es una lacra que conviene afrontar integralmente. Sin apriorismos ideológicos. Con la convicción de que será una batalla compleja y que solo la ganaremos si asumimos que es una responsabilidad compartida. Se necesita una reflexión serena. No manifestaciones carroñeras de los profesionales de la pancarta.

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