Ópera

Un infierno en el Liceu

La dirección musical de Mijaíl Tatarnikov sacó brillo a las melodías y puso acento en los ritmos de «Demon», aunque se echó en falta el ballet

Egils Silins y Asmik Grigorian, durante la representación A. BOFILL

PABLO MELÉNDEZ-HADDAD

El estreno en el Liceu de la ópera más popular de Rubinstein se saldó con un gran éxito artístico gracias a un atractivo montaje de Dmitry Bertman y a una interpretación de la partitura -con algún corte y en su ruso original- cuidada y convincente en todos los planos. La dirección musical de Mijaíl Tatarnikov sacó brillo a las melodías y puso acento en los ritmos, aunque se echó en falta el ballet que deja respirar a las dos escenas en las que se intercala. Sí hubo bailarines en determinados momentos, pero con una actuación residual -con las poco afortunadas coreografías de Edwald Smirnoff- que probablemente habrá que retocar para próximas reposiciones.

La Simfònica liceísta respondió con prontitud y buen fraseo, al igual que el Coro de la casa, espléndidamente preparado por Conchita García. A ellos se unió un plantel de solistas amalgamado, comenzando por el elegante Demonio de Egils Silins, de voz amplia, dúctil y de grandes posibilidades expresivas, seguido muy de cerca por la Tamara de Asmik Grigorian, una soprano poderosa y capaz de las más sutiles matizaciones que también se desenvolvió convincentemente como actriz.

A cierta distancia se movieron el padre de la novia, interpretado por el caprino y sonoro Alexander Tsymbalyuk, así como la profunda Larisa Kostyuk en el papel de la cuidadora de Tamara. La brillante y bien solucionada escenografía de Hartmut Schörghofer, si bien condicionó el estatismo en los movimientos, se transformó además en un potente altavoz, aumentando la proyección de todos los solistas, siendo uno de los más favorecidos el Ángel del contratenor Yuri Mynenko y el eficaz Mensajero de Antoni Comas, aunque no fue suficiente para el príncipe Sinodal del tenor Igor Morozov y, sobre todo, para su fiel sirviente, el discreto Roman Ialcic; el tenor, al menos, aportó agudos redondos y sonoros y un aria muy bien cantada. La obra se ofreció en memoria del barítono ruso Dmitri Hvorostovsky, fallecido en noviembre y principal impulsor del proyecto.

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