Salvador Sostres - Todo irá bien

Hisop: el cielo y el suelo

Es desde luego un extremo inconcebible que un cocinero de la clase de Oriol Ivern sea sistemáticamente traicionado por sus empleados

Hisop, en el pasaje Marimon, es un fabuloso restaurante que por su cocina, desde el año 2000, merece un par de estrellas en la guía Michelin. Evidentemente no van a concedérselas, en el sucio intento de este panfleto –¡con lo que fue!– de conspirar contra la vanguardia de la cocina mundial, que sin ningún tipo de duda sigue dando sus frutos más interesantes en Cataluña y concretamente –a la espera de ver qué hace Ferran con El Bulli– en Barcelona.

Oriol Ivern es un magnífico cocinero, valiente, inteligente, con una gran delicadeza para hallar los puntos de cocción de cada producto, con un atrevido buen gusto para las combinaciones y con un talento fuera de lo común para la creatividad suave, o templada, o equilibrada; es decir, la que contiene una chispa imaginativa que sorprende y estimula, pero sin perderse en lo que no controla ni confundir jamás a sus clientes. Los precios de la casa son asequibles y comer por 60 euros lo que Oriol quiera darte puede considerarse un muy feliz y generoso regalo.

La carta de vinos, si acudes al restaurante en compañía de alguien que sepa entenderla y manejarla, contiene joyas que, como el menú, no están pasadas de precio y pueden tranquilamente pagarse.

En el capítulo de los defectos de la casa, el menor, es la sala. Una sala poco confortable y un ambiente de esos silencios innecesarios que acaban cohibiendo al comensal, sobre todo su disposición a la felicidad, que es expansiva –y algo ruidosa– como los que tendemos a ella sabemos. Una cocina como la de Oriol es una fiesta y el ambiente de Hisop más bien parece una iglesia como si acabaran de anunciar que finalmente Dios no existe, y que por no existir ni existe ni el sentimiento de culpa ni el pecado original. ¿Dónde iríamos a parar?

Pero sin duda el más grave problema que Hisop presenta, y que no puede ser solucionado, sino que tiene que serlo, es el de un servicio impertinente, borde hasta decir basta, contrario a los intereses de la Humanidad e incapaz de entender al comensal cuando legítimamente se sale de la cuadrícula de lo establecido. Un servicio torpe, que no tiene deseo de mundo mejor ni ninguna idea positiva de lo que la alegría es y significa, y que tendría que ser sustituido en bloque por camareros, un jefe de sala y un somelier que entendieran que el cliente y no ellos son el centro de la ceremonia y que servir es un arte, una bendición, un orgullo, uno de los oficios más hermosos y difíciles que existen, y no una extracción de muelas como parecen ejercerlo estos chicos.

Dar un buen servicio no es ni fácil ni es habitual encontrarlo, especialmente en Barcelona, donde se come mucho mejor de lo que te sirven. Pero es desde luego un extremo inconcebible que un cocinero de la clase de Oriol Ivern sea sistemáticamente traicionado por sus empleados cuando cada plato sale de la cocina, perjudicando gravemente la experiencia del cliente. Y hay que pensar que naturalmente no todos tienen la paciencia –ni la obligación de tenerla– de diferenciar entre la calidad de lo que comen y el atropello al que son sometidos por la sala, llevándose en general una mala sensación de Hisop y perjudicando el prestigio y el talento de un cocinero importantísimo.

Las raciones son algo escasas, las de los quesos casi transparentes. Este restaurante, con Oriol y su talento, tendría que ser nuestra casa de cada día y de siempre, y no este agravio que roza lo insultante por un servicio intolerable. Y yo estoy seguro de que Oriol lo sabe, y espero que pueda remediarlo a tiempo.

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