Pablo Nuevo - Tribuna Abierta

Después de la Diada

Llega el momento de plantear qué hacer con el «problema catalán»

Pablo Nuevo
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Después de la Diada, y más allá de la inevitable guerra de cifras, llega el momento de plantear qué hacer con el “problema catalán” o con el denominado “encaje” de Cataluña en el conjunto de España.

Es cierto que el proceso no es algo espontáneo, y que los números serían distintos si los medios de comunicación públicos o subvencionados abandonaran la propaganda para volver a la información, o si los sucesivos gobiernos autonómicos no hubieran estado regando con dinero público a las organizaciones que mantienen la presión social a favor de la ruptura con el resto de España. De hecho en esto reside una de las novedades del procés: estábamos aconstumbrados a que el nacionalismo radical operara como una religión de sustitución, y ahora ha devenido en gran medida un modus vivendi.

Pero, con todo, es evidente que hay un sector importante de la población de Cataluña que está profundamente insatisfecha con el marco jurídico político actual. De ahí que, visto que la independencia es imposible, sea urgente dar una respuesta política a la movilización continuada de cientos de miles de catalanes.

Un punto de partida de esta respuesta política pasa, a mi entender, por hacer ver a los partidarios de la ruptura que quienes aspiramos a continuar con nuestra centenaria historia compartida nos tomamos mucho más en serio las instituciones catalanas que quienes continuamente hablan en nombre de todo un pueblo. Y es que la historia del procés es también la de un continuo de despropósitos, eventos ridículos si no fueran trágicos y un deterioro institucional sin precedentes: un Presidente de la Generalitat pasando revista, con porte marcial, a un grupo de paisanos disfrazados de soldados del siglo XVIII, diputados convergentes abrazando a representantes de Batasuna a escasos metros del Hipercor en que ETA prepetró una de sus mayores matanzas, un antisistema que repetidamente ha acusado a los Mossos de torturadores dando charlas en la Escuela de Policía de Cataluña... Sinceramente, si yo fuera catalanista y me emocionara con el mil•lenari de Catalunya, o presumiera de una Generalitat con raíces en la noche de los tiempos estaría profundamente avergonzado al ver el desprestigio de las instituciones catalanas.

En segundo término, y aun cuando según la claque del Govern la independencia está a punt, me parece que toda respuesta política debe asumir la pluralidad de la sociedad catalana, pluralidad que paradójicamente ha aflorado y crecido con el procés: es cierto que una novedad respecto del comienzo del Estado autonómico es que los partidos nacionalistas se presentan ahora como abiertamente independentistas, pero también es cierto que nunca como ahora ha habido tantos diputados en el Parlament abiertamente constitucionalistas. Lo mismo podría decirse de otros ámbitos, como por ejemplo el lingüístico: un efecto del procés es que ha crecido exponencialmente el uso de la lengua castellana en el Parlament, o que TV3 (importante herramienta de nacionalización lingúística desde el pujolismo) ha perdido gran parte de su audiencia y todo su prestigio.

En tercer lugar, y dado que parece razonable renunciar a resolver las discrepancias por la fuerza, toda respuesta política debe pasar por el respeto al ordenamiento jurídico. La política no puede ser sustituida por el Derecho administrativo, y las normas pueden modificarse para ordenasr mejor la convivencia política, pero una sociedad que alienta el desprecio al Derecho corre camino del desastre, quedando todos expuestos a que nuestro interlocutor decida, en cualquier momento, dejar de cumplir alguna norma que nos protege o da seguridad.

Por último, y como todo proceso de reforma lleva su tiempo, es preciso que mientras se decide cómo articular una mejora en nuestro marco político el dinero público se emplee única y exclusivamente al servicio de los ciudadanos en el ejercicio de las competencias que tienen las diferentes Administraciones Públicas. La terrible crisis que hemos atravesado nos ha enseñado que los recursos son por definición escasos, y aún hay muchos compatriotas que han quedado en la cuneta que deberían ser la preocupación principal de nuestros políticos, por lo que no se entiende que se emplee dinero público en quimeras imposibles en lugar de ayudar a quienes más lo necesitan.

Sentadas estas bases podemos hablar de todo, desde mejoras en la financiación a reformas constitucionales que resuelvan el “problema catalán”, pasando por profundizaciones en el autogobierno o protección de los hechos diferenciales que haga falta. Pero tengo para mí que, si el Gobierno autonómico actuara con lealtad institucional, aceptara la pluralidad de la sociedad catalana, trabajara para todos los ciudadanos y dedicara los recursos a gestionar bien las competencias que le corresponden, podría ser que lo que pasaran a reclamar los catalanes serían mejoras para el conjunto de España y no dinamitar la convivencia y el Estado de Derecho.

Pablo Nuevo es profesor de Derecho Constitucional, UAO CEU

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