La Cataluña de los lacitos

Sea quien sea el President de la Generalitat, seguiremos viviendo en la exaltación nacionalista y el juego al escondite de nuestros «bolívares» autóctonos

Una fachada del Ensanche de Barcelona, con un lazo amarillo ORIOL CAMPUZANO

SERGI DORIA

Los ocios navideños nos han permitido tomar la temperatura a esa parte de la población que asegura vivir en una República. En el paseo marítimo de Palamós vimos la grúa de podar árboles: lacitos amarillos en las ramas más altas… En las barandas, decenas de lacitos -de plástico o celofán-, se asoman a la playa: cuando se deshagan -a causa del viento, el sol y la lluvia- sus fragmentos se desperdigarán por la arena y una ola atrevida, como la rumba de Peret, los llevará al mar. Vimos también señales de tráfico pintarrajeadas con el 155, artículo constitucional que el secesionismo equipara al diabólico 666.

Que una parte de los catalanes luzca lacito atañe a su libre albedrío indumentario; otra cosa es que los lacitos invadan el mobiliario urbano, agredan árboles y plantas, esculturas, pasos de peatones, buzones y señales de circulación. La intrusión amarilla adultera las tradiciones infantiles - villancicos, cabalgata de reyes-, se mete en teatros y en hospitales… Cuesta entender que los profesionales de la medicina adopten con tanto entusiasmo el lacito: ¿acaso no recuerdan los crueles recortes a la Sanidad de Artur Mas y la nefasta gestión del fugado Comín?

Esa falta de respeto de una parte de la sociedad por el espacio de todos nace de una paradoja: seis años de menosprecio al Estado con la complicidad de unos poderes administrativos que representan en Cataluña al propio Estado. La libérrima exhibición de lacitos cuenta con el beneplácito de municipios – Colau ha vuelto a colgar el lazo del balcón consistorial ; servidores públicos como los bomberos ponen los equipos y vehículos que pagamos todos al servicio de la causa independentista.

Lo más triste es que detrás del lacito amarillo no hay ningún programa político real, más allá de la protesta por la prisión de los políticos secesionistas. El autodenominado “ govern legítim ” que comanda Puigdemont y que consiguió 34 escaños en las elecciones –según ellos, “no legítimas” del pasado 21-D- es la inquietante demostración de que esa porción de los catalanes prefiere un líder carismático –en este caso, telemático- que un programa que solucione tantos problemas sociales en los que hace ya demasiados meses que nadie trabaja. Con hablar de “implementar la República” -sin aportar ni una sola concreción a ese propósito- basta para que los electores apuesten por los partidos nacionalistas. Las penúltimas cifras del Procés en su deriva hacia la miseria se traducen en mil millones de euros desde que el independentismo se echó al monte el último trimestre del 2017. Trescientos millones largos por mes, diez al día.

A poco que uno escarba en la Historia, las actitudes de esos presuntos “héroes” que ensalzan los lacitos remiten a la picaresca hispánica. De ahí que provoque hilaridad proponer a los Jordis para el Nobel de la Paz, o las pomposas declaraciones en el aniversario de la muerte de Macià. Releemos las “Confesiones de un burgués” de Sándor Márai. Entre sus fragmentos impagables, el dedicado a los exiliados de la Dictadura de Primo de Rivera que peroraban en los cafés parisinos. Corresponsal del “Frankfurter Zeitung”, Márai detectaba en Macià el mismo tono quijotesco de los nacionalistas españoles: “Francesc Macià, jefe de tribu de los exiliados catalanes, era de un nacionalismo tan apasionado como el de sus enemigos, los que se habían quedado en casa, como Primo de Rivera y los demás generales, que iban blandiendo sus sables; y el que los observaba después de la medianoche, en la borrachera del coñac en vasos de agua, no comprendía con exactitud lo que separaba a los exiliados españoles de los ‘opresores’ que se habían quedado en España”.

La imagen romántica de Macià rindió lo suyo en aquellas elecciones municipales de 1931 que trajeron la República. El excoronel prometía “casetes i hortets”; no hubo tiempo de que sus votantes pudieran reclamar aquella utopía: Macià murió la Navidad de 1933. El gallego Eduardo Blanco Amor, asistió al sepelio de l’Avi el 27 de diciembre de aquel año: “Desaparece cuando la impaciencia popular empezaba a roer con diente infatigable y buido en su ancianidad apostólica; cuando este pueblo que le había glorificado en la canonización civil de los días iniciales de la República -que fueron los de la libertad de Cataluña- comenzaba a regatearle la incondicionalidad de su adhesión”.

Nos tememos que, sea quien sea el President de la Generalitat, seguiremos viviendo en la exaltación nacionalista y el juego al escondite de nuestros “ bolívares” autóctonos con el Estado de Derecho. Nada de aplicar medidas concretas para solucionar problemas reales. En eso de “trabajar para el bien común” –labor mucho más gris que la agitación permanente- a los de Junts Per Catalunya y Esquerra, como a la telefonista del chiste, no les viene nada. Más allá de la protesta amarilla, el secesionismo no tiene ninguna política real que ofrecer.

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