María y Salva conversan con Marcelo, que ya esperaba su llegaba sentado en un banco
María y Salva conversan con Marcelo, que ya esperaba su llegaba sentado en un banco - F. HERAS
Sociedad

El café del «desahogo»

Voluntarios de Cruz Roja buscan cada noche personas «sin hogar» para llevarles algo caliente y compañía: «Compensa la gratitud con que te reciben; sólo quieren hablar», dicen

Valladolid Actualizado: Guardar
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A las ocho y media de la tarde, Salva y Jorge preparan el vehículo con el que recorrerán Valladolid hasta la una de la madrugada. En su interior, todo lo necesario para elaborar cafés, infusiones y caldos, además de agua, bollería y sandwiches, alimentos que, sin embargo, no son lo más importante de la noche. Junto a ellos, María Martín, técnico de la Unidad de Emergencia Social de Cruz Roja, da cuenta de la ruta -las paradas programadas, a las que habrá que sumar las imprevistas- que van a realizar durante las próximas cinco horas.

Todos los martes, jueves y domingos del año -el servicio se creó en 2013- dos voluntarios de Cruz Roja y la técnico realizan una labor en la capital vallisoletana que los lunes y miércoles completa la Red Incola.

El paréntesis de los viernes y sábados responde a las dificultades que implica dar esta atención en la vía pública cuando hay una mayor afluencia de personas, sobre todo porque los receptores son celosos de su intimidad y no quieren dejarse ver.

Cuando la unidad parte de la sede de la ONG, el objetivo está claro: contactar con las personas sin hogar, los «sin techo», que pernoctan en la calle y, con el pretexto de ofrecerles algo caliente, hacerles compañía, charlar e incluso convencerles para que utilicen los muchos recursos asistenciales disponibles para personas vulnerables o en riesgo de exclusión social.

«Realmente lo que queremos es conversar y hacerles un seguimiento», señala María, quien detalla cómo en la actualidad tienen identificadas en la ciudad a una veintena de personas con las que intentan contactar en sus salidas. Son, por lo general, hombres, españoles, de entre 45 y 60 años, con algún tipo de adicción o enfermedad mental, aunque en los últimos años han surgido casos de personas a las que la crisis y la falta de empleo las ha llevado a una situación extrema.

Durante los meses de invierno, la unidad atiende cada noche a unos quince usuarios, algo menos que en verano debido a que el Ayuntamiento habilita plazas de pensión para dar cobijo a los «sin techo» en estas fechas. Sin embargo, no es fácil convencerles de que utilicen este tipo de recursos, incluido el albergue municipal, en el que pueden pasar una primera noche que se prolongaría si están dispuestos a colaborar y entrar en itinerarios de empleo y de normalización.

Salvador Feijóo y Jorge Alba son dos de los quince voluntarios que atienden el servicio. Los dos tienen sus respectivos empleos (a las siete de la mañana Jorge entra a trabajar), pero están dispuestos a vivir «situaciones muy duras» porque «compensa la gratitud con la que muchas personas te reciben porque sólo quieren hablar y desahogarse». «Es duro ver a la gente tirada en la calle y más con este frío, así que lo que hay que hacer es intentar ayudar», añade Jorge.

Con la ruta definida y con quince paradas previstas, la furgoneta arranca con destino al Polígono de Argales, donde les suele esperar Antonio, que precisamente ese día cumple 71 años. Vive -si es que se puede llamar vivir- en una endeble chabola hasta la que los voluntarios llegan con un café (siempre descafeinado) y varios pastelitos. Sin embargo, a pesar de que es muy receptivo y dado a la conversación, se lo encuentran dormido y sin mucho ánimo. Y es que la Navidad, con el añadido, en este caso, de un cumpleaños, no son días fáciles para quienes sufren tanta soledad y penurias.

«Esto puede pasar», se lamenta María e insiste en que siempre recorren todos los lugares en los que saben que hay algún usuario (como denominan a estas personas) e, incluso, los buscan por la zona en las que creen que se pueden encontrar.

Así lo hicieron ya de vuelta a la ciudad, recorriendo varias calles de La Rondilla, sobre todo las más próximas al demolido Colegio San Juan de la Cruz, en cuyos soportales solían refugiarse seis o siete personas hasta que su derribo les obligó a buscar otros lugares. «Hay quienes no quieren decir dónde pasan la noche porque allí tienen sus cosas y temen que les puedan robar, así que quedamos con ellos en un punto concreto», señala la técnico de Cruz Roja.

Es el caso de Alberto y Ana, una pareja con la que los voluntarios se citan cada día a la misma hora en una plaza de la ciudad. Nada en su aspecto delata que estén pasando por una situación extremadamente complicada. Cuando Salva y Jorge se aproximan con sus vasos de café, la pareja, de mediana edad, les recibe cordial. Diez minutos de charla y hasta el próximo día.

«Nosotros no obligamos a nada, ni les pedimos que nos cuenten nada», afirma María Martín, aunque reconoce que poco a poco se va ganando la confianza de hombres y mujeres que tienen sus historias, algunas de ellas más normales de lo que pudiera pensarse. La imagen del vagabundo que acarrea un carrito de trastos viejos y chatarra a veces está muy alejada de la realidad. Esta trabajadora de Cruz Roja es consciente de que todo cuanto escucha es porque se ha ganado la confianza de quien habla y, por lo tanto, nada de cuanto le cuentan de sus vidas personales saldrá de su boca. Ni siquiera el informe diario que hace de cada noche refleja aspectos concretos de los usuarios del servicio.

Junto al río

En torno al Pisuerga, la Unidad de Emergencia Sanitaria tiene programadas varias paradas. En la primera, Marcelo está ya esperando, sentado en un banco. Se lo puede permitir porque la noche es más benigna que las anteriores y el termómetro está en positivo. Da buena cuenta del café y los bollos y se enfrasca en una larga conversación con Salva: el tiempo, los días, sus actividades diarias, la Navidad... Cuando acaba, retorna a su pequeña parcela, situada entre bloques de edificios, donde pasará una noche más.

La humedad del río tampoco parece importar a Tomás, que vive desde hace tiempo debajo del puente. No es fácil acceder hasta él, pero Salva, Jorge y María lo hacen provistos de su pequeño ágape, dispuestos a compartir con él unos minutos y preocuparse por su estado. Tomás sale adelante gracias a pequeñas chapuzas que le reportan algo de dinero, aunque no lo suficiente como para poder alquilar una habitación, una situación que le desespera.

Durante todo el recorrido, la Unidad de Emergencia Social busca, sobre todo, en los cajeros de bancos y cajas la presencia de algún indigente. La técnico de Cruz Roja explica que cada vez son menos las personas que pueden permanecer en estos pequeños recintos porque están desapareciendo o, en algunos casos, porque están cerrados. Joaquín es uno de los que aún puede pernoctar en ellos. Hasta él se acercan para ofrecerle, como cada noche, algo de comer pero, en esta ocasión, lo rechaza. Tampoco quiere compañía. Hoy no es un buen día.

La furgoneta pone entonces rumbo al Paseo Zorrilla para hacer la «ruta de los cajeros». Muy despacito -la poca circulación de la noche lo permite-, para ir comprobando si hay personas durmiendo dentro de estos pequeños habitáculos, recorre el kilómetro largo de la principal vía de Valladolid. En uno de ellos, como estaba previsto, los voluntarios encuentran a Juan y Rafael. Un vecino de la zona explica que ha llegado a haber hasta cinco personas pasando la noche en ese cajero, una de ellas una chica con tres perros. Ahora son sólo dos pero Rafael, que supera los 60 años y bien podría pasar por Papa Noel por su poblada barba blanca, es un viejo conocido al que por las mañanas, antes de las ocho, hora en la que tienen que abandonar el cajero porque el banco abre sus puertas, suelen llevar algún alimento con el que pueda desayunar.

Ahora, de noche y aunque ya estaba durmiendo -su compañero no se ha llegado a incorporar- recibe con agrado a los tres representantes de Cruz Roja que le llevan un chocolate, pastelitos y agua. Cuando abandonan el local, un joven se dispone a usar el cajero con total normalidad, mientras Juan y Rafael permanecen tumbados, el primero dentro de un saco de dormir; el segundo, envuelto en mantas.

No muy lejos, otro «sin techo» descansa ya al abrigo del cajero. No está de muy buen humor porque sigue sin poder encontrar una habitación que pueda pagar con sus escasos recursos. Jorge y Salva charlan un rato con él mientras se toma su caldo y narra sus penurias. Tampoco José, que duerme no muy lejos en unas instalaciones públicas, está hoy de buenas. «No son días fáciles», le justifica María. Salir de la rutina complica mucho su ya difícil existencia, más aún cuando en Navidad la soledad pesa como una losa. Así que José se acerca a la furgoneta para recoger su caldo y su bollo y desaparece con rapidez, momento en el que los voluntarios de Cruz Roja descubren, tumbado en un banco, a un hombre de mediana edad al que hacía meses que no veían. Es la oportunidad perfecta para acercarse a él y, entre café y café, conocer su situación y entablar un primer acercamiento con ánimo de perdurar.

El reloj avanza hacia la una de la madrugada, pero aún quedan media docena de usuarios con los que contactar, así que la Unidad de Emergencia Social vuelve al centro de la ciudad para seguir callejeando con la única pretensión de hacer compañía a quienes peor lo están pasando.

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