Carmen y Santi, en la puerta de su lugar de trabajo
Carmen y Santi, en la puerta de su lugar de trabajo - Residencia comunitaria de Cuenca

La edificante historia de amor de Carmen y Santi

La pareja, que inició su relación sentimental en 2008 después de enderezar sus maltrechas vidas, convive en un piso de Cuenca desde el pasado año. Los trastornos mentales diagnosticados que ambos sufren no son un problema

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«En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón». La frase es del pensador alemán Friedrich Nietzsche(1844-1900). Cualquiera diría que a este filósofo, poeta, músico y filólogo germano, de frondoso bigote, le pudo haber inspirado en su día una historia muy similar a la de Carmen y Santi. Esta pareja convive en un piso de Cuenca desde 2015 y trabaja diez horas a la semana en la lavandería de la residencia comunitaria donde apuntalaron el amor que sienten el uno por el otro. Además de esta atracción mutua, les une que son personas diagnosticadas con un trastorno mental grave.

Carmen y Santi se conocieron en el psiquiátrico de Cuenca hace 17 años.

Allí empezaron a enderezarse sus desnortadas vidas. Santiago Martínez Guijarro (Arcas, Cuenca, 1955) relata que conoció la emigración con nueve años. A esa edad se marchó con sus padres a Francia, donde estuvo hasta los catorce años. Es el mayor de tres hermanos, los gemelos Pedro y Asunción, a los que les lleva nueve primaveras de diferencia. Santi es padre, aunque no tiene relación con su hijo, que ahora tendrá unos 32 ó 33 años (no lo recuerda bien).

Para entonces, su enfermedad mental comenzaba a manifestarse. «Veía cosas raras, alucinaciones; creía que me mandaban mensajes por televisión o el periódico y que me perseguía la luna. Iba caminando por la carretera y me entraban ganas de tirarme a los camiones, aunque nunca llegué a hacerlo», explica Santi (61 años). El consumo de droga fue un detonante en su enfermedad mental, pero hasta los 40 años no se le diagnosticó.

Su vida cambió radicalmente años después, en el 2000, cuando ingresó en el psiquiátrico de Cuenca (ahora cerrado), lo que se llamaba entonces «unidad residencial». Allí, a seis kilómetros del casco urbano de la capital conquense, conoció a la que ahora es su pareja, Mari Carmen García Patiño (Santa María del Campo Rus, Cuenca, 1963). Ella cuenta que tiene cinco hermanos, con los que no tiene relación. Tampoco a su hija, «mi niña», que no recuerda siquiera si la dio en adopción o no. «Me enteré del embarazo, tuve a mi hija a los 17 años en el psiquiátrico de Ciempozuelos y poco más», relata a través del teléfono con un lenguaje atropellado debido a los fármacos que debe tomar.

Carmen: «De Santi me llamó la atención su manera de ser. Le veía coser a máquina y ahí me fijé en él. Es una buena persona»

Carmen tuvo una vida muy dura, fue una de las miles de personas con una enfermedad mental sin diagnosticar durante años, sin la medicación apropiada ni la rehabilitación psicosocial necesaria. Recorrió varios psiquiátricos hasta que recaló en el centro donde conoció a Santi. «Ellos han pasado por todo el itinerario residencial que pueden tener, han pasado por toda la reforma psiquiátrica», asegura Laura Marín, directora desde 2009 de la residencia comunitaria que gestiona la Fundación Sociosanitaria de Castilla-La Mancha en Cuenca. «A partir de los años 80 —explica— hay una reforma psiquiátrica y en algunas comunidades autónomas empiezan a cerrar psiquiátricos. Se considera que la persona con enfermedad mental no tiene que estar recluida ni encarcelada, sino integrada en la sociedad a través de recursos comunitarios».

Miedo y estigma

Los pacientes del desaparecido psiquiátrico de Cuenca tenían todos los servicios: desde una capilla para oír misa hasta un estanco para comprar tabaco. El podólogo y la peluquera también se desplazaban hasta ese centro, en realidad construido en el término municipal de Chillarón, para que los pacientes no salieran a la calle. «Se vendía a la sociedad que todo eso era por la seguridad de los pacientes, pero la realidad era el miedo y el estigma hacia la enfermedad mental. Todo eso ha sido nuestro caballo de batalla», recalca Laura Marín.

Con la llegada del siglo XXI, se creó en Castilla-La Mancha la Fundación Sociosanitaria con el objetivo de garantizar una atención de calidad a las personas con trastornos mentales o problemas de adicciones, además de ofrecer ayuda a sus familiares. «Se cambia la filosofía en la atención. En el psiquiátrico el tratamiento era exclusivamente farmacológico y orientado a la reclusión. Con la residencia comunitaria, en cambio, se pretende todo lo contrario del modelo anterior. Se persigue que las personas con un diagnóstico de trastorno mental grave formen parte de la sociedad, como ciudadanos de pleno derecho, integrados en la comunidad y con vidas normalizadas», explica Laura Marín.

Con la apertura de la residencia comunitaria y el cambio de modelo de atención, el recurso (ayuda) pasa a ser sociosanitario. Los usuarios son atendidos por psicólogos, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, técnicos de atención sociolaboral y monitores residenciales. El apoyo más sanitario, en cambio, pasa a darse en centros de salud y hospitales (atención primaria y especializada), como cualquier otra patología.

Puertas cerradas: fugas

El psiquiátrico de Cuenca cerró el 31 de octubre de 2007 y, al día siguiente, abrió la residencia comunitaria donde Laura trabaja. Un año antes, había llegado al psiquiátrico como trabajadora social de la mano de la Fundación Sociosanitaria de Castilla-La Mancha. El cambio del modelo asistencial para las personas con enfermedad mental estaba en marcha. «Cuando yo entré en 2006, las fugas eran continuas en la unidad residencial, el psiquiátrico. Las puertas estaban cerradas y, aún así, el índice de fugas era muy alto. Sin embargo, todo cambia a partir de 2007. En las residencias comunitarias las puertas están abiertas, porque los usuarios ingresan voluntariamente. No hay personal de seguridad, aunque hay apoyo de profesionales sociosanitarios las 24 horas del día», describe Laura.

Santi: «La veo una persona sencilla y de buen corazón. Nos compenetramos bien. Ella tiene un poquito de genio, pero se lleva»

Por entonces, ella ya conocía muy bien a Santi y a Carmen, «un ejemplo vivo de un proceso de recuperación. Los ves, charlas con ellos y nos sentimos orgullosos de lo que han conseguido», subraya Laura.

«Ellos se conocían del psiquiátrico, pero no formalizaron su relación hasta que no pasaron a la residencia comunitaria», recuerda la directora de este centro. «Se profesan un amor que ya lo quisiera yo», confiesa Laura.

Llevan como pareja casi nueve años. «Me llamó la atención su manera de ser. Además, le veía coser a máquina y ahí me fijé en él. Compartimos las tareas del hogar, es una buena persona y no hay conflictos, aunque alguna discusión pequeñita», revela Carmen, que ha estado en manos de logopedas para mejorar su lenguaje. «Yo veo a Carmen una persona sencilla y de buen corazón. Nos compenetramos bien. Ella tiene un poquito de genio, pero se lleva», admite Santi.

«En la residencia Santi fue representante de los usuarios; lo mismo pedía paella los domingos que solicitaba más transporte para que todos sus compañeros pudieran ir y venir de Cuenca», recuerda Laura Marín. «Cuando le diagnosticaron la enfermedad, comenzó con la medicación, y con la ayuda de la rehabilitación empezó a confiar en sí mismo y a tomar las riendas de su propia vida», recuerda la directora del centro.

Como cualquiera

La pareja pasó cinco años en las viviendas supervisadas de la Fundación Sociosanitaria, acudiendo al Centro de Rehabilitación Psicocosial y Laboral. Hace algo más de un año, viven de manera autónoma en un piso que comparten con otras tres personas en Cuenca. «La clave era que creyeran en ellos mismos», revela Laura, para quien la inserción laboral de la pareja ha jugado un papel fundamental, permitiéndoles una autonomía económica que no tendrían de otro modo.

Son un ejemplo vivo de un proceso de recuperación. Se profesan un amor que ya lo quisiera yo
Laura Marín , trabajadora social

En su piso realizan sus tareas cotidianas como cualquier hijo de vecino: ir al trabajo, al médico, a la compra o hacer la cama. Pero no están solos en la vivienda. La comparten con César, Lorenzo y Paqui, también diagnosticados con una enfermedad mental, porque vivir de alquiler no es barato. Santi y Carmen se pagan todos sus gastos con la pensión no contributiva que recibe cada uno, a la que se suma el pequeño salario por su trabajo en la lavandería como auxiliares. «Nos da para vivir», asegura Carmen.

Aunque se mueven por la ciudad como Pedro por su casa, legalmente todavía están declarados incapacitados. El tutor de Santi es su hermano; el de Carmen, la Fundación Madre. «Hoy por hoy, al igual que otros procesos judiciales, la incapacidad legal no es un proceso fácil de revocar —explica Laura Marín—, lo que supone que se produzca la contradicción de ser personas muy autónomas y estables, pero que arrastran las consecuencias de un pasado en el que pudo ser necesaria esta medida. Es algo sobre lo que también hay que concienciar».

No obstante, en el caso de Carmen y Santi, «cuentan con todo el apoyo de sus tutores legales, que minimizan las consecuencias de la incapacidad, confiando en ellos y apoyándoles en las decisiones que toman —asegura la directora—, porque saben que realmente están capacitados para hacerlo y han visto cómo la recuperación es posible, no entendiendo ésta como cura, sino como recuperación de una vida normalizada». Y si Carmen y Santi consiguieran formalizar su relación en el juzgado, ¿sería Laura su madrina?. «Haría lo que me pidiesen».

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