Análisis

El pueblo profundo

Puigdemont sabe que, con lo que ha hecho, antes de que pueda volver a casa para estar con su familia pasarán algunos, muchos años

Salvador Sostres

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Carles Puigdemont, alcalde de Gerona por accidente y presidente de la Generalitat porque a Artur Mas y a Convergència no les quedó más remedio, ha topado con el límite de su incompetencia en el momento más dramático de Cataluña. Si los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento, la tragedia mezclada con la provincia y la arrogancia provocan el ridículo. Y de la mano de Puigdemont, Cataluña ha pasado de la afectación a la tragedia y de la tragedia al más estrepitosos de los ridículos.

Cuando la CUP decidió tirarlo a la «papelera de la Historia», Mas eligió a Puigdemont por su indiscutible independentismo pero también por su falta de ambición política y de capacidades, con la doble idea de controlarlo desde la sombra –como en cierto modo así ha sido– y de sustituirlo al frente de lo que entonces era Convergència en las siguientes elecciones. La inhabilitación a la que fue condenado por el juicio del 9N frustró sus planes y un Puigdemont afable, más independentista de lo que un líder convergente lo había sido nunca y, como mínimo en apariencia, muy seguro de sí mismo y de su camino, enseguida se ganó el reconocimiento y el afecto de los secesionistas en general y no sólo los de su partido.

«Se fio más del griterío de la calle y de las redes sociales y así fue como, de su mano, Twitter proclamó la primera independencia de la Historia»

Pero la hora de verdad llegó y cuando ha tenido que demostrar calidad política se le ha visto el pueblo profundo, la pedantería y ese catalanismo como de cava semi con regusto de tapón, mucho más verbenero que preparado para entender la realidad y ganarla.

Sin contactos de ninguna clase, sin referentes claros y desde la total ignorancia de lo que es un Estado y cómo funciona Europa, Puigdemont convocó y organizó el referendo del 1 de octubre sin tener ninguna de las famosas «estructuras de Estado» preparadas ni ningún reconocimiento internacional pactado, es decir, sabiendo que sería inútil y un suicidio proclamar la independencia según la ley del referendo que él mismo había preparado y aprobado.

Aunque recibió el consejo de las más altas personalidades de Cataluña y de España y estuvo inicialmente dispuesto a seguirlo por la vía de convocar elecciones autonómicas y de dejar de dar pasos hacia el abismo, finalmente se fio más del griterío de la calle y de las redes sociales y así fue como, de su mano, Twitter proclamó la primera independencia de la Historia.

Inestable, colérico, con ese fervor ajeno a cualquier inteligencia razonadora que da la provincia, con pocas habilidades sociales y un insólito candor a la hora de calcular las consecuencias de sus actos, fue hasta ayer firme en su idea de no presentarse a las próximas elecciones con el argumento de que es lo que había pactado con su esposa a cambio de que le dejara aceptar el encargo de Mas de ser presidente los 18 meses que la hoja de ruta establecía de plazo para proclamar la república catalana.

Ayer dijo que estaba dispuesto a ser candidato incluso desde el extranjero, más que nada porque sabe que, con lo que ha hecho, antes de que pueda volver a casa para estar con su familia pasarán algunos, muchos años.

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