Propaganda eelctoral en Saint-Josse, al norte de Francia
Propaganda eelctoral en Saint-Josse, al norte de Francia - REUTERS

Elecciones presidenciales en FranciaEl florete le ganó la partida al mazo

Chirac no quiso debatir con Le Pen padre, Macron aceptó el envite con Marine y con fina dialéctica avanza hacia la victoria

Enviado especial a París Actualizado: Guardar
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Los contrincantes que, ante las cámaras de la televisión francesa, cruzaban armas el miércoles pasado no tenían verosímilmente en el espíritu -ni tenían por qué tenerla- la efeméride del 3 de mayo: 1469, nacimiento en Florencia del tercer hijo de un pequeño campesino güelfo. Con los años, la experiencia diplomática y la mejor prosa de su tiempo, Nicolás Maquiavelo iba a inventar la política moderna. Que él, aún muy joven, cifra en la refinada maestría de «conocer los tiempos y las circunstancias y acomodarse a ellos», hasta ser, entre los hombres, como un hechicero que pone a su servicio sol y estrellas.

El debate televisivo de la segunda vuelta en las presidenciales francesas se planteaba, esta vez, como una hiriente paradoja.

No existe más que un precedente, en Francia, de lo que está pasando ahora. En 2002, Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional, disputaba a Jacques Chirac la presidencia. Cuando la televisión pública planteó los términos del tradicional debate, Chirac cortó en seco: un político decente no debate nada con un fascista; nada tienen que decirse, porque no hablan la misma lengua, un demócrata y un liberticida; se combaten y basta; en los límites que la ley impone; pero no se respetan. Y allí se acabó la historia. Jacques Chirac arrasó a Jean-Marie Le Pen: 82,21% contra 17,79%.

Estética y política

En 2017, ¿hubiera debido Emmanuel Macron repetir el gesto soberbio de Chirac y evitar a los franceses la vergüenza nacional del debate del miércoles? Es lo que, en los últimos dos días, retorna en todas las conversaciones que escucho por París. ¿Para qué este bochorno? Yo, en lo estético, prefiero la actitud chiraquiana. Pero he dicho «estético». Y eso se aviene mal con la política.

«Los tiempos y las circunstancias», escribía Maquiavelo. Los tiempos: quince años, que han horadado la credibilidad de aquel bipartidismo que puso en pie De Gaulle en 1957. Las circunstancias: esa final locura (¿o esa astucia?) de unas primarias descodificadas, que disolvieron a los dos partidos alternantes. Hasta llegar a esto de ahora. Una presidencia que se juega entre la heredera del partido neofascista y un brillante tecnócrata sin partido, sólo puede vivirse como una excepción.

El viejo Jean-Marie Le Pen daba la clave del envite en curso, la noche de la primera vuelta. No será fácil, para quienes lo vimos, olvidar esa imagen. Mis votantes -proclamaba- no eran nada acomodaticios: votarme a mí era un acto muy selectivo. Marine es otra cosa: a ella puede votarla cualquiera.

Quienes escuchábamos eso, hace dos semanas, hubimos de percibir allí la dimensión del riesgo en juego: Marine Le Pen no era «inelegible», como sí que lo fue siempre su padre. Y ella misma parecía hacerse eco de eso en su discurso de aquella noche, que buscó asentarse sobre una proclama retórica del propio general De Gaulle: «El 18 de agosto de 1943, el general De Gaulle lo recordaba en Casablanca: "La grandeza de un pueblo no procede más que de ese pueblo"... Es ese principio el que yo pondré en obra». El cinismo, en política, no conoce límites. A nadie se le puede reprochar eso. Pero a mí me vino a la cabeza la escueta respuesta de De Gaulle a un pregunta de Malraux tras la liberación: «-¿Qué es lo que más le ha asombrado al retornar a París? -La mentira».

Disyuntiva envenenada

¿Qué hacer en tales circunstancias? La opción elegante, la de Chirac en 2002, que muchos aquí añoran, la opción de mandar a fascistas y populistas al demonio y evitar rozarse siquiera con ellos, no es viable sin correr el duro riesgo de una derrota en las urnas. Conceder el debate es legitimar al Frente Nacional como alternativa «normal» en el juego político de la República. Es una disyuntiva envenenada, a la cual no cabe fingir solución buena. Macron optó por aceptar el debate, porque Macron es un político, no sólo un habilidoso tecnócrata. Y lo aceptó a sabiendas del riesgo, a sabiendas de estar jugándoselo en él todo. Tuvo que «acomodarse» a la vertiginosa mutación de los tiempos y de las circunstancias. Y, al final, puede que eso vaya a llevarlo a la victoria. Con costes, por supuesto. No hay, en política, victoria que no los tenga.

Le Pen, por su sola presencia en el debate, quedaba legitimada. Macron, para neutralizar esa ventaja, tenía que despedazarla. Tratarla como no se trata a un rival político; como se trata a un enemigo. ¿Consiguió consumar esa aniquilación? Conceptualmente, sí. Sin un ápice de duda. En el terrible duelo de florete contra mazo, la brillantez de esgrima de Macron fue letal. Letales fueron las exhibiciones de ignorancia -en lo económico, particularmente- de la populista. En el plano intelectual, Marine Le Pen quedó deshecha. Pero nadie se engañe. La política no es cosa de inteligencia. Es asunto de pasiones, en las cuales no juega la lucidez un papel excesivo.

Pasados ya dos días, y a dos días de las urnas, la impresión ciudadana es las más desasosegante a la que yo he asistido jamás en Francia. Macron no suscita atracciones demasiado impetuosas. Marine Le Pen repugna a un mayoritario porcentaje de la Francia más civilizada. Se va a votar (o a no votar, pues la abstención será grande) a la contra: entre lo que se ve como «lo más y lo menos peor». No quisiera yo estar en la piel de los franceses el domingo. Cuando tiempos y circunstancias se vuelquen definitivamente.

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