Encinar afectado
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OPINIÓN

Tierras vivas, tierras ultrajadas

«Si don Quijote volviese a cabalgar por estos campos, no iría en busca de molinos sino de esos gigantes metálicos invasores, disfrazados con traje de mineros»

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Primero fueron el pico y la maza, y después los barrenos, que abrieron túneles de sombras por donde fue tejiéndose el sueño subterráneo de los estibadores. Y a lo largo de siglos horadaron el suelo en busca de hulla, de antracita, de cinabrio o de galena argentífera. Las ruinas de la antigua Sisapo en La Bienvenida, los poblados casi fantasmales de lo que fueron un día las minas de San Quintín o el Horcajo, o las galerías de Puertollano y Almadén, están ahí, hacia el oeste, como testimonio de la generosidad milenaria de estos suelos, fecundo vientre geológico de la vieja Iberia, gran ubre mineral de una tierra que ha sido minuciosamente explotada hasta el delirio.

Después fueron los taladros y las perforadoras, que esquilmaron el acuífero. Amparados por una errática y permisiva política de riegos, se abrieron miles de pozos legales e ilegales que convirtieron el subsuelo de La Mancha en un colador gigantesco, por donde poco a poco fue desangrándose la capa freática. Y las Lagunas de Ruidera, las Tablas de Daimiel o el curso del mágico Guadiana fueron condenados a la maldición de la sed y vieron sometidas sus aguas a un largo expolio que todavía continúa.

Más tarde llegaron los bulldozers y las excavadoras y, en busca de basalto y puzolanas, socavaron las entrañas de estos cerros y clavaron en ellos sus garras metálicas hasta convertirlos en ruines canteras. Desde entonces, como si entonaran una canción de lavas heridas, volcanes como el Cerro Gordo, el Columba o la Yezosa comenzaron a mostrar sus laderas ultrajadas en las cercanías del Jabalón, en el corazón mismo del Campo del Calatrava.

Pero como aún no era suficiente, los especuladores miraron hacia el este, hacia las tierras rojas y vírgenes del Campo de Montiel, allá por donde Cervantes quiso que don Quijote hiciera su primera salida y por donde le hizo cabalgar «tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo». Y allí, en ese escenario tan propicio para el encantamiento y la aventura, los especuladores vieron que el suelo no sólo era bueno para el pastoreo, para el cereal, las vides o el olivo, sino que además contenía algún extraño y valioso mineral. Cosa, por otro lado, nada sorprendente en una geografía tan encantada como la de Montiel.

Y decididos a sacar provecho y rentabilidad (porque esa y no otra es la misión de los especuladores), proyectaron un plan de minería a cielo abierto, quizás en busca de un nuevo Eldorado con el que enriquecerse. Comprobaron que esas tierras no son «raras» por su singularidad paisajística, ni siquiera por su estirpe quijotesca, ni por su agreste y desolada belleza, sino porque contienen minerales tan útiles, al parecer, como extraordinariamente escasos en la corteza terrestre.

«How can ‘rare earth’ be an element?» (¿Cómo va a ser la ‘tierra rara’un elemento?), se preguntaba escépticamente John Ashbery en un verso de su poema titulado «A visit to the house of fools» (Una visita a la casa de los idiotas). Sin embargo, la óptica de los poetas jamás ha coincidido con la visión pragmática de los especuladores; y resulta que, en efecto, las «tierras raras« del Campo de Montiel contienen, entre otros minerales, la monacita, que es de gran utilidad para la construcción de móviles, ordenadores y otros artefactos de última tecnología. Un mineral que, como contrapartida, también contiene torio y uranio, dos peligrosos elementos radiactivos.

Entre los pueblos más afectados por ese proyecto minero, Torrenueva y Torre de Juan Abad vienen clamando, a voz en grito y a cielo abierto, para que sus campos no sean expropiados, ni acaben arrasados por la acción inmisericorde de las máquinas excavadoras. La plataforma «Sí a las Tierras Vivas» ha surgido con esa intención, la de advertir del impacto medioambiental que ello supondría, y la de reivindicar estos parajes, que no pueden o no deben ser profanados, que no deben convertirse en uno más de entre los ya numerosos espacios saqueados de nuestra provincia.

Una provincia que, a lo largo de todos sus puntos cardinales, al parecer se encuentra condenada a convertirse en un cementerio geológico, en una sucesión de tierras muertas y áridos paisajes abandonados a su suerte pero, sobre todo, abandonados al arbitrio y al beneficio de las poderosas empresas industriales que reciben las concesiones mineras con la aquiescencia o la complicidad de nuestros gobernantes.

Como ya sucedió en otras ocasiones, enarbolando la bandera del desarrollo y del progreso (una bandera tras la que se ocultan a menudo los colores de los más oscuros intereses), se aprueban los proyectos sin contar con nadie, es decir, sin contar con la opinión de esas gentes que llevan muchos siglos habitando y cultivando la tierra; y se dejan las concesiones mineras en manos de desaprensivos que nunca amaron a la tierra, en manos de empresas explotadoras para las que el paisaje nunca fue más que una simple gráfica traducible en términos de rentabilidad. Y una vez conseguidos sus fines, una vez arrasados los suelos, los abandonan y se marchan en busca de nuevos campos o nuevos Eldorados sobre los que hincar el diente metálico de sus siniestras excavadoras.

Por el Campo de Montiel, geografía encantada, diría nuevamente el olvidado León Felipe que «se ve la extraña figura de don Quijote pasar»; pero si el buen hidalgo manchego, llevado por su ideal justiciero, volviese a cabalgar gallardamente por estos campos, no iría en busca de molinos contra los que arremeter con su lanza, sino en busca de esos metálicos gigantes invasores que hoy pretenden aparecer de nuevo en nuestras tierras, disfrazados con traje de mineros.

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