Gabriel Albiac

La muerte liberada

«La Eurocopa será un cementerio», proclama, con idéntica unción a la que hubiera revestido para anunciar la toma de Constantinopla

Gabriel Albiac
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Cierro, en YouTube, el vídeo. Y me pierdo en la lectura de Lucrecio. No consuela del horror. Pero ayuda a entenderlo: «A tales crímenes pudo inducir la superstición».

El horror. En YouTube. Una autograbación de smartphone. Once minutos, 45 segundos. Y un imperativo que se repite en ella nueve veces: tuez-les! (¡matadlos!). Precedido de un seco ejemplo: «Acabo de matar a un policía francés y a su mujer». Larossi Abballa habla para las redes sociales, que harán resonar su hazaña. Fuera de campo, un niño de 3 años sobrevive a sus padres degollados. Esa presencia no altera, desde luego, la convicción sagrada del predicador. Su tono es el de un místico que se dice lengua vicaria del Grande y Misericordioso, al cual ha invocado en el prólogo de su proclama de obediencia al Estado Islámico de Abú Bakr al-Baghdadi.

Porque es esta una declaración de guerra. A la cual Abballa llama a unirse a todos los «verdaderos musulmanes» frente a la sacrílega tozudez de los infieles: «No nos habéis permitido ir a hacer la yihad. Ahora, abrimos las puerta de la yihad sobre vuestro territorio». Es una guerra de exterminio, enfatiza, de la cual no se exceptúa a los musulmanes que hayan caído en la blasfemia de aceptar las leyes republicanas. Tuez-les, tuez-les, tuez-les… No hay más mensaje que este: «Matadlos, matadlos, matadlos». Ni más doctrina que la del hipnótico culto de la devastación.

Larossi Abballa va desgranando gremios prioritariamente dignos de ser asesinados ya. Policías, en primer lugar: «Como yo acabo de hacerlo», ejemplifica. Políticos, por supuesto. Por supuesto, funcionarios, periodistas, escritores, imanes integrados y pseudosalafistas, apóstatas, perversos, satánicos raperos…, el prolijo catálogo de los «descreídos». Y el asesino ameniza cada categoría con una nutrida lista de nombres y apellidos. «No doy más nombres», precisa, no porque no existan, sino «porque Alá no me los ha inspirado». Da, eso sí, el procedimiento. «Es supersencillo», anima jovialmente a sus hermanos en Daesh. «Basta esperarlos a la puerta de sus casas e irlos matando según lleguen». «Como yo he hecho», dice. Sí, parece lo más fácil del mundo.

La sonrisa de hombre santo, que ilumina el rostro del alucinado, se eleva a fusión celestial cuando habla de la única religión cuya rivalidad parece preocuparle: el fútbol. «La Eurocopa será un cementerio», proclama, con idéntica unción a la que, en otro tiempo, hubiera revestido para anunciar la toma de Constantinopla. Al llegar a ese minuto 07:29, Larossi Abballa está rozando el trance místico. Su voz se estremece. Tal vez sea ternura, tal vez ira. «Seremos implacables. Como yo lo he sido con ese policía y con la mujer de ese policía». Y es el momento de volverse para interpelar a todos los musulmanes que no acepten ser viles siervos de los infieles: «¿Por qué detestáis la muerte, que es una liberación para el creyente?... La yihad es una obligación individual», de la cual ningún fiel está exento.

El espectáculo de ese asesino angélico, que emite serenos mensajes místicos, atrincherado tras dos degollados y su hijo de 3 años, no parece ser cosa de este mundo. Lo es. Pensábamos haber llegado a una modernidad en la cual ningún lugar podía haber para formas tan arcaicas de barbarie. Nos equivocábamos. El salvajismo está siempre al acecho de los humanos. Que la superstición sea su más eficaz vehículo no es algo nuevo. Lucrecio: «A tales crímenes pudo inducir la superstición». Dos milenios después. Lo mismo.

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