Javier Urra, ex Defensor del Menor, es el padre de esta iniciativa
Javier Urra, ex Defensor del Menor, es el padre de esta iniciativa
relaciones insostenibles

Padres e hijos en conflicto: cuando la solución está fuera del hogar

El campus Recurra Ginso acoge durante meses a jóvenes de 12 a 18 años y les ayuda, en tarapia junto a sus padres, a resolver sus problemas de convivencia

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Portazos, gritos, insultos, empujones, puñetazos, sillas o mesas golpeadas y tiradas por el suelo... Es el único lenguaje que algunos adolescentes mantienen con sus padres. Cada vez hay más casos. Sin embargo, la vergüenza para los padres de no poder «domar» este comportamientode sus hijos, a veces de tan solo 14 años, esconde verdaderos dramas. Ante ellos se plantea el silencio, y agravamiento del problema, o la opción denunciar ante la fiscalía. Esta última decisión crea gran ansia de venganza por parte de los hijos por el hecho de sentirse denunciados por sus propios progenitores. «Por esta razón ofrecemos a las familias una alternativa para intentar solucionar el problema de forma voluntaria por ambas partes. Se trata del Campus Unidos, que pertenece al programa Recurra Ginso

—apunta Javier Urra director de esta iniciativa—, un centro privado con concierto con el Ministerio de Sanidad. No es un centro educativo, ni de desintoxicación, sino terapéutico sanitario porque detrás de las conductas de estos jóvenes hay patologías», asegura.

Compromiso voluntario

Desde que se puso en marcha a finales de 2011 han recibido 3.600 llamadas de auxilio al teléfono gratuito 900 65 65 65, más de 700 casos presenciales y 1.100 mails de padres desesperados solicitando ayuda. El campus está en Brea de Tajo (Madrid). Hasta allí llegan chicos y chicas de 12 a 18 años. «Al igual que sus padres, deben firmar un contrato por el que se comprometen a cumplir una serie de normas: nada de móviles ni ordenadores, permisos para poder realizar analíticas a los chicos, no mantener contacto los padres e hijos hasta pasadas tres semanas... Además, los padres, paralelamente también reciben una terapia para corregir y mejorar la forma de afrontar la situación familiar», explica Alberto Buale, subdirector del centro.

Una vez aceptado, lo normal es que el joven pase en el campus una media de ocho meses y medio. Psicólogos, terapéutas, abogados, educadores, enfermeras..., se encargan de ellos las 24 horas del día. Reciben terapias individuales. Incluso en una sala de espejos se ven cara a cara con su agresividad. Posteriormente, hay terapia de grupo y también con sus familias. «Las primeras semanas te sientes en contra del mundo. Más tarde ves lo mucho que has mejorado, y te das cuenta de que tus padres sí te quieren aunque te hayan metido en el campus, porque al principio crees que lo hacen porque te odian o pasan de ti», aseguran unos chicos que toman un bocadillo a media mañana en una sesión de grupo.

Actualmente hay 95 jóvenes, y 30 en lista de espera. Están en contacto con otros adolescentes con problemas similares y entre ellos se arropan y aconsejan. Todos quieren volver a su vida, aunque no a la de antes. Por eso ponen voluntad.

Desayunan a las 8.30 de la mañana y tienen un encuentro en zonas comunes con sus compañeros para expresar cómo se sienten cada día. «Nos animamos y aconsejamos entre todos», aseguran. También se dejan guiar por sus educadores y terapéutas. En el campus continuan con las clases y exámenes de sus correspondientes cursos académicos. Hacen deporte y arreglan el jardín, lo que «nos ayuda a desestresarnos», añaden los más veteranos.

Duermen en habitaciones individuales. La puerta no tiene cerrojo. La zona de chicos está distante de la de las chicas. La vigilancia es continua. Hay cámaras, menos en los espacios íntimos. «La mayoría son caprichosos, chantajistas, vienen de una vida fácil. —apunta Eduardo Atares—. Si no cumplen las normas tienen sanciones: no participar en actividades, no ver a sus padres, ir a su habitación. En el fondo lo aceptan. Les hacen falta normas. Al cumplir los 18 años tienen libertad para marcharse. «Es una tentación», reconoce una chica mayor de edad. Pero prefieren seguir con el proceso «y no tirar por tierra el volver a sentir que tienes unos padres con los que puedes hablar».

Alejandro (17 años): «Mi hermana me dijo que la llamaban la hermana del drogadicto. Me dolió el alma»

Curioseando el iPad de su madre se enteró por casualidad de que sus padres le querían llevar al Campus Recurra Ginso. Se escapó de casa una semana enfurecido. A Alejandro le gustaba tontear con las drogas y solucionaba todos los problemas a golpes. Como se quedó sin paga comenzó a robar: primero carteras, móviles, luego motos, coches... Pero volvió a casa donde los gritos y peleas no cesaron. «Mi hermana pequeña me dijo que ya no estaba orgullosa de mi y que ahora la conocían como "la hermana del drogadicto". Me dolió el alma», dice aún con tristeza.

Llegó el día de ir al campus. Durante el trayecto de cuatro horas desde Bilbao, en el coche reinó el más absoluto silencio. «Cuando llegué y se marcharon mis padres me quedé con ganas de darles un beso. El orgullo fue más fuerte. Ahora he entendido que ellos también se sentían mal por dejarme aquí».

Lleva dos meses y medio en el centro. «Tras la primera semana, me dejaron hablar con ellos diez minutos por teléfono. Fue muy emotivo, seas la "piedra" que seas», asegura. Reconoce que nunca había ido a un psicólogo. «Aquí al principio fui muy frío. Poco a poco me abrí y he encontrado en los profesionales del centro una gran ayuda. Tengo la autoestima a tope».

«Mi madre ya confía en mi, hablo con mi padre y analizamos todo sin gritos ni fuerza». Fuerza que Alejandro usaba antes contra todo lo que le molestaba, por pequeño que fuera. «Lo primero a lo que me ayudaron aquí fue a suavizar el rostro, a no mostrar una mirada de asesino y a relajar mis puños. ¿Que cómo llegue a ser así? Las malas compañías. Se aprovechaban de que yo era menor. Me he dado cuenta de que yo llevaba una careta y de que no eran mis amigos porque ni siquiera les podía decir si estaba triste y porqué. Todo fachada».

Pablo (19 años): «Mi historia con mis padres es de rencor. Discutíamos por todo»

Pablo lleva ocho meses en el Campus Unidos. Su mayor pretensión cuando vivía con sus padres era salir con sus amigos, su novia, llegar tarde a casa... vivir su vida. Las discusiones eran constantes. Más aún cuando dejó los estudios de segundo de Bachillerato. «Mis padres no lo soportaron. Nos peleábamos por todo. También por mi estética. Estuve a punto de marcharme de casa y vivir en la calle. Pensé en dormir en el portal de mi novia. A mis padres tampoco les gustaba la estética de ella. Sin embargo, en vez de criticarla tanto, lo que debían es estar agradecidos porque si estoy en este centro es gracias a ella. Por ella estoy aquí».

El rostro de Pablo es serio. Su mirada profunda. Se siente muy dolido «Mi vida es una historia de rencor. Yo tenía unos planes y he perdido casi un año de mi vida por estar en el campus». No obstante, reconoce que está estudiando y que quiere hacer marketing para empezar a trabajar cuanto antes.

Eva (19 años): «He ganado mucho en tranquilidad. Ahora hablamos hasta de sentimientos»

La gran obsesión de Eva era estar en la calle con sus amigas. «Si mis padres no me dejaban salir por la puerta, me escapaba por la ventana. Llegó un momento que en mi casa solo decía mentiras, gritaba, pegaba, tiraba todo lo que me encontraba al paso... No soportaba que fueran tan proteccionistas».

Eva dejó de ir al colegio. Le pusieron una profesora particular y la apuntaron a una academia todo el verano pasado. Se aprendió todas las asignaturas muy bien. Cuando llegó al instituto a hacer el examen, no entró. «Quería fastidiar a mis padres». Fue la gota que colmó el vaso.

Eva entró muy enfadada al Campus Unidos. Furiosa. «No me despedí de ellos y cuando a la semana te dan permiso para hablar por primera vez, no quise ponerme al teléfono».

Pronto fue a sesiones con un psicólogo del campus y poco a poco comenzó a desahogar sus sensaciones, sentimientos y a analizar su comportamiento. «En la terapia grupal, con mis padres, comprendí lo bueno y lo malo que he hecho, al igual que ellos, que también asistían a terapias. Gracias a las diferentes sesiones hemos ido progresivamente aprendiendo a hablar de nuevo. Comentamos hasta nuestros sentimientos. He ganado mucho en traquilidad».

Ana cumplió los 18 años en el campus, día en que le dan carta blanca por si desea marcharse. Ella prefirió quedarse para seguir perfeccionando su conducta.

Las pasadas navidades la dejaron salir en las fechas señaladas. Estuvo en casa con su familia en la cena de nochebuena «¡y no salí con las amigas! Todo un hito», apunta. Otro día, sus padres la invitaron al cine. Ella prefirió irse con su pandilla. Pero, por la tarde, regresó a casa y fue al cine con ellos.

«Ahora voy a casa de viernes a martes. Noto que he cambiado mucho. Hasta en el instituto. ¡Tengo un cuaderno en condiciones!», dice orgullosa. En poco tiempo espera salir definitivamente del campus y empezar una vida... en familia.

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