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En el barrio de La Laguna existe, desde hace más de 100 años, un museo que era el orgullo de muchos gaditanos. Eran de tal calidad las obras que allí se exponían y era tan grande la clientela que lo disfrutaba, que la propiedad del museo se cotizaba por muchísimo dinero y eran, no pocos, los empresarios que lo querían en propiedad. Pero por desgracia las obras que allí colgaban fueron bajando de calidad, los clientes fueron decayendo y el museo se moría poco a poco. Ante esta situación, el propietario del museo decide venderlo y, este verano, un extranjero que un día veraneó en Cádiz se interesó por la venta del mismo y, junto con otros compatriotas compraron lo que quedaba de él, un bonito edificio que, por desgracia, solo contenía un par de obras expuestas. «Pues mejor», dijo el nuevo dueño, «así lo completaré yo con mis magnificas obras». Comenzó a colgar cuadros en el museo y los clientes empezaron a tener curiosidad por lo allí expuesto. Visto el éxito, siguieron comprando cuadros y más cuadros, muchos de ellos recomendados por el nuevo encargado de tener en perfecto estado de revista todas las obras, y así el museo se iba completando rapidamente. Un viejo empleado que allí quedó, en cierta ocasión y tras pregunta del nuevo dueño, apuntó que había algunos cuadros que igual no gustaban, que eran incompatibles con el resto de las obras o que, simplemente, no cabían. El dueño, cegado por la algarabía de la vieja clientela y por la gran demanda por visitar el museo, ignoró la recomendación y siguió con su compra de cuadros. Al final, como era previsible, pasó lo que tenía que pasar, faltaban paredes para tanto cuadro y, claro, ya no los podía devolver. El dueño era consciente de que algunos cuadros que compró hace un mes ya no servían para el nuevo museo. El enfado era monumental, el encargado miraba hacia otro lado... El viejo y sabio empleado, quizá, tendrá las horas contadas...