Agua y jabón, un sistema de prevención de poco coste y gran eficacia
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Ébola

Cuando se descubrió que lavarse las manos salva vidas

Cerca de 350.000 niños menores de cinco años murieron en 2013 por enfermedades diarreicas debido a malas medidas de higiene personal y a la falta de agua potable

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Lavarse las manos es fundamental para prevenir la infección del Ébola, insistieron representantes de diversas organizaciones con motivo del Día Mundial del Lavado de Manos el día 15 de octubre. Cerca de 350.000 niños menores de cinco años murieron en 2013 por enfermedades diarreicas, dicen las cifras manejadas por Unicef y la Organización Mundial de la Salud, debido a malas medidas de higiene personal y a la falta de agua potable. Sostienen que este sencillo gesto puede evitar la propagación de enfermedades de transmisión por virus.

No obstante, esta práctica cotidiana es relativamente reciente…

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando por fin un doctor supo darse cuenta de la importancia de la higiene para evitar contagios. Fue el húngaro Ignaz Semmelweis (1818-1865, Budapest) quien, gracias a la observación y a su interés personal, terminó convirtiéndose en el padre del control de infecciones.

Todo ello pese a que, por culpa de la arrogancia y del escepticismo del colectivo médico, sufriera el rechazo de la mayoría de sus compañeros y jefes mientras estuvo en activo, según se narra en un artículo de la revista médica Galenus.

La especialidad de Semmelweis fue el control de las infecciones en el puerperio -el periodo posparto- que le llevó al gran hospital general de Viena a mediados del mil ochocientos. Allí fue nombrado asistente de obstetricia (especialidad médica que se encarga del embarazo, el parto y el puerperio).

Este centro contaba con dos secciones de maternidad: una clínica, compuesta por médicos y estudiantes y cuyos pacientes eran sobre todo indigentes; y otra donde atendían comadronas y sus alumnas. Pues bien, el porcentaje de mortalidad materna en el primero (20%) multiplicaba por diez el del segundo (en torno al 2%). Y según cuenta el artículo de la revista, esto incluso se sabía fuera del hospital: las mujeres rezaban para no terminar en la primera clínica.

«Materia putrefacta»

El doctor húngaro se dio cuenta de esta situación anómala. Angustiado, Semmelweis elaboró informes con estadísticas de uno y otro centro a partir de archivos del hospital. No obstante, pese a las alarmantes cifras, los métodos eran similares, solo que la primera clínica se utilizaba más para la práctica de los estudiantes. Estos trataban con cadáveres, los disecaban y luego atendían a las pacientes sin desinfectarse las manos. Era un tiempo en que la fiebre puerperal o sepsis hacía estragos. En este escenario, el médico magiar concluyó con mayor o menor precisión que los aprendices transportaban «materia putrefacta», causante, esta, de la alta mortalidad.

Así las cosas, para intentar cambiar esta tendencia, Semmelweis instaló un lavabo en la entrada de la sala de partos. Esto lo hizo en contra de la voluntad del responsable de la clínica, el doctor Klein. Era 1846. Semmelweis fue despedido poco después.

Pasan dos meses desde que destituyeron a Semmelweis cuando la sepsis afectó a un médico al herirse por accidente con un bisturí de disección de un estudiante. Tras este suceso, el doctor húngaro fue readmitido y en cierta forma esto sirvió para que su tesis fuera respaldada. Apoyado por su nuevo jefe, el doctor Bracht, obligó a los estudiantes a lavarse las manos con una solución de cloruro cálcico. Funcióno de forma inmediata. Los resultados comenzaron a evidenciarse y las muertes cayeron de un alarmante 27 % hasta un esperanzador 12 % en poco tiempo. Sin embargo, aunque el número de víctimas de la sepsis se desplomara, los colegas de Semmelweis, incrédulos, continuaban poniendo en duda la solución a los problemas del húngaro.

Víctima de la envidia

Otra vez fue el doctor Klein quien «ajustició» al bueno de Semmelweis, alentado por buena parte del colectivo médico de la época. La envidia o, quizá, la egolatría de sus semejantes pudieron con los resultados propiciados por las medidas del doctor húngaro, que, denostado, fue acogido en su ciudad natal, Budapest, donde ejerció de profesor apenas una década después de haber instalado aquel lavabo salvavidas. Era 1856 y la mortalidad por sepsis puerperal había prácticamente desaparecido.

Hundido por las críticas, el rechazo y el nulo reconocimiento de sus investigaciones, Semmelweis, ya en los cuarenta, empezó a sufrir alucinaciones, producto posiblemente de una demencia senil precoz. Años más tarde, en abril de 1865, cuando el denigrado doctor parecía recuperarse, le llegó su hora en lo que sería un desenlace más propio de una novela. Después de recuperar la libertad tras haber sido dado de alta en el centro donde se encontraba recluido, Semmelweis en un ataque de locura irrumpió en el pabellón de anatomía de la Facultad donde él había impartido clase. Ante la mirada en shock de los alumnos de Medicina, el doctor agarró enrabietado un bisturí con el que desgarró uno de los cadáveres al tiempo que escarbaba con sus dedos entre los tejidos. Gritó y amenazó a los presentes. Pese a que por fin fue desarmado, ya era tarde, se había infectado mortalmente puesto que, en agosto, apenas cuatro meses después, murió por una enfermedad que tanto había estudiado, tanto que era considerado el gran especialista de la época.

Semmelweis murió, pero su legado permanece hasta hoy cuando la psicosis del Ébola atenaza sobre todo a los sanitarios que conviven diariamente con el peligro de infectarse.

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