El Rincón de pensar

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Hace cinco años que nació ya. En aquel 2012 que –recuerden– fuese y no hubo nada. Tuvo complicaciones en el parto y por más que los parientes gaditanos han mimado a la criatura con toneladas de silencio ante las evidentes dificultades, los defectos físicos e intelectuales nunca desaparecieron. Cabe pensar que crecen hasta provocar cierta, leve, indignación. Sobre todo por la falta de tratamientos eficaces. Como todo remedio, debe partir de un buen diagnóstico de los especialistas –que los habrá– y de cierta disciplina, algo de honestidad, para aplicarlo.

La Sartén «con cariño y huevos», que así se denomina el sitio, es la última baja, el último adiós. Aseguran sus impulsoras que traspasan para iniciar otro proyecto. Lo anuncian sin reproches ni quejas.

Pero al leer la despedida he recordado que yo sí los tengo. Propios, míos, y de algún amigo, pero nunca de ese establecimiento, ni de ningún otro. Sean, por tanto, así entendidos, despreciados, criticados o compartidos.

Esos peros son antiguos. Tanto como el recinto. No han cambiado desde el primer día. Si acaso, para crecer. Nació torcido y herido, que diría Vetusta Morla, y a peor ha ido. Los primeros locales se abrieron amparados en aquel sistema paternalista (¿o maternalista?) de «cómo va lo mío», de privilegios derivados de «conozco a fulanito» y favores personales tras la cortina corinto. Abrieron los primeros desordenadamente. Según pudieron. Según florecían sus peculiares gestiones. A esos pioneros siguieron varios agraviados por el nepotismo y el favoritismo. Llegaron, los de después, con un considerable cabreo, puede que en algún caso muy justificado pero inservible para terceras personas –prioritarias en este caso– llamadas «clientes» y apodadas «usuarios». La historia reciente de toda la ciudad pero a pequeña escala, reducida al micromundo del Mercado de Abastos.

Como los primeros retorcieron las pocas y confusas reglas, los demás las miraron siempre con recelo, desconfiaron y les perdieron el respeto. La filosofía inicial era que cada puesto estuviera especializado, que buscara la excelencia de un solo producto o grupo de productos que no vendieran los demás. Esa norma capital se rompió rápido y la guerra por vender bebidas, conquistar taburetes, trapichear traspasos o copiar al vecino se extendió sin que hubiera árbitro capaz de poner orden.

Mientras, los clientes tenían que aguantar normas que no entendían, horarios anticomerciales, precariedad laboral, egos gigantescos, falta de equipamiento, hippismo mal entendido con un creciente aire de zoco, en el que todo el mundo se busca la vida vendiendo botellines o chicharrones en el rincón más insospechado y de cualquier manera.

El resultado, cinco años después, está lejos de la especialización y, sobre todo, de la excelencia. El modelo importado de otras ciudades con mercados gastronómicos se adaptó a esta ciudad y su tiempo: los indignados con los aprovechados anteriores vengándose de todo el mundo, empezando por los ajenos e inocentes. Como los espabilados, que también adelantaron a todo el mundo. Todo, en un escenario fantástico, preñado de posibilidades, precioso y peculiar, pero frenado por una mala praxis, por falta de pericia y capacidad de diálogo. Sigo hablando del mercado ¿o de Cádiz?

Los relevos y las bajas son frecuentes. La excelencia brilla por su infrecuencia por más que aún haya lugares excelentes (La Tapería de Lula, Gadisushi, El Carbón, Dos Bocados, La Sartén, Argendarte, Gades Beer…) en un conjunto nublado por la caótica falta de normas, el equipamiento insuficiente, la incomodidad, la falta de respeto al cliente y la chapuza sistemática. He visto colas de turistas esperando tortillas de camarones del grosor y el diámetro de ruedas de Vespa. Como decía uno con el que trabajé: «No es lo que hablamos». Peor, no es lo que esperan los usuarios gaditanos ni la marea de forasteros curiosos que llegan por castigo.

Para hacer un campeonato gastronómico de pimpis ventajistas o marqueses venidos a menos no hacía falta esa estupenda (y lentísima) rehabilitación aún por mejorar. Para acabar en la selva del sálvese quién pueda (extendida a locales de alrededor, ajenos) no hacían falta alforjas. Con todo, como le gusta decir a Urkullu en estos tiempos de ironías inimaginables, «aún estamos a tiempo».

Falta sentarse a fijar un reglamento nuevo y realista, que se cumpla y tenga como principio único la satisfacción del cliente a través de la aspiración a la excelencia, al menos del agrado. Con especialización o no. Pero todos jugando a lo mismo, sin padrinos ni vendettas contra la humanidad que pagan los paganinis.

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