Cierres y lamentos

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Tenemos una tendencia natural a lamentar el cierre de cualquier establecimiento. Cuando echan la última baraja, entierran también la memoria de algunos clientes, un puñado de anécdotas o recuerdos, y de ahí la melancolía particular que suele confundirse con tristeza general. Pero muchas clausuras son, además de inevitables, naturales e incluso, deseables.

Hace unos meses cerró las puertas para siempre, en Cádiz, un local extraño pero señero, definitorio. Su propiedad y sus clientes presumían de no tener carta, horario ni precios expuestos. Según le pareciera al presuntamente jocoso dueño o a los escasos trabajadores, se ofrecía y se cobraba. Los habituales se ufanaban de canallas y VIP, de ser elegidos que se libraban del clavazo y podían disfrutar los mejores productos.

Sin mencionarlo, daban por sentado que otros clientes eran sometidos por capricho e interés a los abusos de cobro, a una mercancía de mierda o un trato vulgar.

Era el epítome de un estilo de hostelería rancia que decide sobre la marcha qué ofrecer a quién, según catalogue al que llega. Si considera que alguien es «importante», se le pone lo mejor y se le tiene consideración a la hora de traer el datáfono. Si parece demasiado joven, demasiado guiri o demasiado normal, se le puede estafar sin mayor empacho porque se lo merece por gilipollas. A quién se le ocurre ser joven, guiri o normal. A quién se le ocurre no ser importante en este pueblo.

Esta filosofía mezquina está grabada en el frontispicio invisible de un buen número de locales de la hostelería andaluza que se autoproclama tradicional o turística, que se permite clasificar a la clientela según entra por la puerta y establece distingos a su conveniencia, sobre la marcha. Divide a sus comensales entre importantes y no tanto, entre los de siempre y los que nunca volverán, entre influyentes o del taco y desconocidos o desmayados.

Para ser fieles a la dominante corriente filosófica oriental, conviene ser positivos y obviar los nombres de esos muchos establecimientos regidos por propietarios y empleados enterados y desconfiados, siempre de vuelta sin ir nunca a ningún lado. Mejor destacar a los establecimientos que tratan a todo el mundo por igual, a los que nunca hacen diferencias entre turistas y lugareños, entre puretas y chavales, los que lucen la carta con los precios claros, para todos, sin ocultar o regalar materia prima según el aspecto del que la reclama. Cada vez son más en Cádiz. Entre estos últimos están muchos de los que han abierto en los últimos cinco, diez años. Jóvenes cocineros o empresarios, camareros y jefes de sala formados en otro mundo, lejos de la picaresca, que han viajado lo suficiente para saber que todos somos viajeros alguna vez, que nunca quieren sentirse agasajados pero tampoco estafados en ningún local.

Va por ellos el reconocimiento. El agua que no corre, se pudre. El relevo generacional es imprescindible y si lo nuevo nunca es forzosamente mejor, lo de siempre tampoco fue siempre puro ni digno de añoranza. En algunos casos, lo que cierra está bien cerrado.

Nadie dijo que fuéramos eternos.

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