Carmen Herrera, en su estudio de Nueva York
Carmen Herrera, en su estudio de Nueva York
ARTE

Carmen Herrera: «Ya pintaba cuando tenía seis o siete años, en el suelo. Desde ahí, seguí subiendo»

En unos meses la artista cubana cumplirá ciento un años a la vez que el Whitney y la Lisson Gallery en Nueva York inaugurarán sendas exposiciones sobre su obra. Es el año de Herrera, la última olvidada y descubierta por el arte

Nueva York Actualizado: Guardar
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Carmen Herrera ha venido al mundo dos veces, pero no solo ha vivido dos vidas. Sobre todo, a tenor de la infinidad de «cuentos» que, como ella dice, aún puede recordar y nos tiene que contar sentados alrededor de la mesa de su casa, sita en la calle 19 de la ciudad de los rascacielos, a tres cuadras de Union Square (comprenderán que no les voy a facilitar la dirección exacta. Este dato tan solo es para que se ubiquen: estamos en aquella zona de Nueva York que hace tiempo fue morada y nicho de la «crème de la créme» del arte norteamericano). Por sus ciento un años pasa una larga historia que, a su vez, encierra otras tantas historias personales que, además, recogen buena parte de la vida intelectual de su Cuba natal, de Estados Unidos y también de Europa en el último siglo. Carmen Herrera parece (es) una adorable muñeca sentada en una silla de ruedas que, como las «matrioskas» rusas, abres y nunca dejan de multiplicarse: una Carmen detrás de otra, tantas como personas y personajes han compartido algún instante de sus días y sus noches. Y son muchos.

El primer alumbramiento de Carmen Herrera tiene lugar en La Habana, cuando ve la luz en 1915. El segundo, cuando su obra artística, después de décadas y décadas de ostracismo, de repente salta a la pujante palestra del mercado del arte, y de los museos. No obstante, ella ha sido siempre una excelente pintora de juegos íntimos y geométricos. Así lo reafirma el artista puertorriqueño Tony Bechara, su ángel de la guarda desde hace décadas, que nos ha abierto las puertas de la casa de Carmen y que fue el primero en «meterla» en una exposición a edad ya bien madura. Por otro lado, no hace falta más que echar un vistazo a sus cuadros para sentir las vibraciones ordenadamente íntimas y sensibles de su universo pictórico. La pasada primavera el Whitney Museum abría sus puertas en el nuevo emplazamiento del Meatpacking, en el Downtown neoyorquino, con una muestra sobre arte norteamericano de la pasada centuria y, ahí, para sorpresa de muchos, había obra suya. La sorpresa se hacía mayúscula cuando descubrimos que el museo tenía programada para este año una exposición con piezas últimas de Carmen Herrera ¿Y quién era esa Carmen Herrera, artista cubana a punto de traspasar la cima de los cien, que además «construía» esa sutileza de cuadros de líneas maestras? ¿De dónde había salido? ¿Dónde había estado escondida?¿Nos topábamos con otra excelente creadora que el sistema «machista» del arte había sepultado, como hiciera también con Louise Bourgeois?

Y fuimos a la búsqueda de Carmen Herrera más allá de sus cuadros. Su «loft» neoyorquino ocupa el último piso de un edificio cuyo ascensor no funciona. Está un poco viejo, pero se podría utilizar. El dueño del inmueble lo ha cerrado al uso con llave para que Carmen, la última inquilina (y en silla de ruedas), no lo utilice a diario. Solo en caso de emergencia, nos comenta Tony. Averigüen cuál es el objetivo oculto de esta medida conforme a las estrategias inmobiliarias de esta y otras tantas metrópolis. Nosotros, como no somos una emergencia, subimos andando.

En los años 60 fui a ver a mi tío, el cardenal Herrera Oria. Mi hermano estaba en la cárcel en Cuba y él era el único que lo podía sacar

Lo primero que le pregunto, tras darle dos besos en esa piel blanca y limpia que te puede recordar a la de tu abuela, es cómo se encuentra, porque ha estado bastante pachucha, con una bronquitis debida a estos fríos neoyorquinos. «He estado bastante mala», contesta. Pero esta corta respuesta sobre su estado directamente la enlaza con el recuerdo de un familiar, un primo, que acaba de fallecer en España. «Yo lo quería mucho –dice–. Era una persona que se divertía mucho, muy inteligente, y se me fue. Se llamaba Paco y se dedicaba a sobrevivir, como casi todo el mundo. Nunca tuvo una cosa amarga, que yo sepa». Carmen, como muchos otros cubanos, ancla sus ancestros en eso que se suele llamar «la madre patria». La familia de su padre, los Herrera, procede de Santander, que para ella sigue siendo Castilla, porque recalca que sus orígenes son castellanos.

–Ya que me habla de España, empecemos por los recuerdos que tiene de allá.

–Muy buenos y agradables. Debía de haber algunas personas escondidas por allí horribles, pero yo no las conocí.

–¿En qué epoca estuvo?

–En los años sesenta y en los noventa. Yo era muy joven [Tony Bechara le lanza el piropo de que todavía está muy joven]. Mi hermano fue cónsul de Cuba en Sevilla, y antes estuvo en París. En los años sesenta tuve que ir a ver a mi tío, el cardenal Herrera Oria. Yo no lo conocía personalmente, pero mi hermano estaba en la cárcel en Cuba y él era la única persona que lo podía sacar. Se portó de lo mejor.

Carmen acompaña sus respuestas con la dulzura del soniquete cubano que aún conserva en su tono de voz, mientras da golpes en la mesa para remarcar sus palabras, como si su hermano estuviera delante: para regañarle una vez más. De hecho, se expresa en presente. «Pero mi hermano es así, sale de una y se mete en otra. ¿Ha visto cosa igual? Para atormentar a las mujeres de la familia... Y, entonces, una tiene que ir de rodillas para que lo saquen de la cárcel. Lo enviaron de La Habana a Madrid con varios curas».

–Peguemos un salto en el tiempo y regresemos a la Cuba de su infancia. Cuénteme sus recuerdos.

–Mi madre, Carmen Nieto, viuda de Herrera, era periodista a comienzos del siglo XX. Trabajó en el periódico que fundó mi padre, «El Mundo». Ella fue pionera en una época pesada en la que no se te aceptaba como ser humano. ¡Quién está loco ahí!

–¿Usted se parece a su madre?

–No, yo no quería parecerme a ella. Era una mujer muy fuerte y yo no era así. La admiro mucho.

En mitad de la conversación, María, una de las cuidadoras «full time» de Carmen, encuentra una foto de Carmen Nieto, la madre, con su porte elegante y «estirado», junto a su perro Tribilín, el can de caza que le regaló uno de sus hermanos cuando se puso gordo y que la seguía a todas partes en su época de estudiante. Con Carmen eran siete hermanos: dos chicas y cinco chicos. Su hermana Teresa se parecía más a su progenitora. «La Habana de cuando yo era chica era muy sofisticada –adorna con sus palabras el recuerdo de la imagen en blanco y negro–. Venían en barco grandes compañías de ópera». Apostilla: «Yo era la más pequeña. Cuando niños, éramos terribles, nos peleábamos y peleábamos. Dicen que las mujeres son chismosas. No, lo son los hombres. Yo tenía cinco hermanos y sé cómo son los hombres».

Nos reímos todos. Yo le confirmo a Carmen que tiene toda la razón del mundo.

–¿Y su padre?

Un día estaba hablando con Barnett Newman y, de repente, le dijeron que había alguien que quería un cuadro... Y era Onassis

–Mi padre murió muy joven. Yo no lo conocí casi. Yo iba a jugar con él. Se estaba muriendo todos los días hasta que una mañana fui a buscarle y ya no estaba. Él había participado en la guerra del 98 contra España. Lo habían herido y se quedó mal. La familia de mi padre, Herrera, vino en barco desde España, igual que la familia Peláez. La artista Amelia Peláez fue muy amiga nuestra. Amelia era chiquitita pero tenía una boca que parecía un «carretonero», y eso me fastidia mucho en hombres y en mujeres, pero yo no me atrevía a decirle nada porque era mucho más mayor que yo.

–¿Y ella influyó en su obra?

–Quizá sí, porque de los otros artistas que estaban no me gustaba ninguno. La única que me gustó era ella.

–¿Cuándo empezó a pintar?

–En realidad, ya pintaba cuando tenía seis o siete años, en el suelo. Desde ahí, seguí subiendo.

–¿Fue a la escuela de arte?

–Fui a la escuela, pero no me gustaba porque yo quería ser libre. Tan pronto pude liberarme de las escuelas, salí.

Carmen Herrera tiene pasaporte estadounidense desde hace treinta años y en él figura como fecha de nacimiento el 30 de mayo de 1915, pero ella asegura que nació el día 31. Está a punto de cumplir 101 años. Aunque conserva una buena memoria, pese a que la fluidez de la misma depende del día y de la hora, las fechas se le dan fatal. Atina mucho más con los santos, pero de cuándo nació o murió alguien, corramos un tupido velo de olvido.

Una amiga suya le ha regalado un calendario para que sepa en qué día vive, pero ella no se fija en los números ni en si estamos a lunes o martes; se detiene en las estampas de gatos que ilustran cada hoja. Me lo acerca para que los vea y, entre un mes y otro, encuentro una foto muy pequeña, casi tamaño carné, en blanco y negro y con los laterales dentados. «Era mi gata y me la mató mi hermano sin querer –recuerda–. Resulta que él tenía muchos conejos y los gatos salvajes iban a atacarlos. Esta estúpida se escapó con ellos, y él le disparó... Me lo confesó veinte años después en París». Durante aquellos días en su Cuba, Carmen, más allá de los dibujos que hace en el suelo siendo una niña, se decanta por la escultura. Tony Bechara, que ejerce un poco de memoria en la sombra –tiene a su cargo el catálogo razonado del Whitney y ha investigado mucho sobre ella–, recuerda una escultura de un Cristo en madera por cuyo rostro corre una lágrima y que tiene grabada una esvástica. En aquellos tiempos, muchos barcos con judíos venidos de Europa recalaban en el puerto de La Habana camino de Nueva York. A mí me aflora en la memoria una novela de Leonardo Padura donde se relatan estos hechos.

–¿Cuándo y por qué viene a Estados Unidos?

–Antes de venir con mi marido a Nueva York, yo había estado alguna vez. Me fue gustando cada vez más, me gusta vivir aquí.

–Su marido tiene mucho que ver con su salida de Cuba. ¿Cómo se conocieron?

–Pues nos dijimos «Hello».

Cuenta con sorna y quitándole importancia o poniéndole un poco de timidez al relato. Prosigue ya en serio ante mis requiebros: «Lo conocí en el 37. Yo tenía a uno de mis hermanos en Nueva York y nos mandaba americanos para Cuba. Nosotros los acogíamos en casa. Él llamó a la puerta y, pese a que mi madre les dijo a mis otros hermanos que le atendieran, ninguno de ellos quiso y me tocó a mí. Y hasta el día de hoy.

–¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?

–Muchísimo. Murió en el 2000. Íbamos juntos a todas partes. Su familia, judío-alemana, vino al Bronx. Él nació aquí. Su padre era muy jugador y dejaba a la familia sin nada. Era encantador, pero no fue un buen padre ni un buen marido. Sin embargo, su hijo era el hombre más noble y más bueno. Tenía una hermana.

Dicen que las mujeres son chismosas. No, lo son los hombres. Yo tenía cinco hermanos y sé cómo son los hombres

Su marido se llamaba Jess Lowenthal, un intelectual con el que viaja por Europa –España y París, fundamentalmente–; junto a él conoció a la flor y nata de los grandes nombres que confluyen en la cultura del siglo XX. Prosigue el recuerdo personal de su marido, entre bromas cariñosas hacia su persona: «Jessie podía haber sido actor, porque era algo natural en él. Una vez un periodista contó que yo había tenido un “affaire” con Ellsworth Kelly, y sería por poco que no lo mata».

–En aquellos primeros años, recién llegada a Nueva York, ¿conoció a muchos artistas?

–Sí, pero era un hola y un adiós. Tuve buena relación con ellos, me encantaba estar con artistas. Barnett Newman era nuestro vecino. Los domingos, él con su esposa y yo con mi marido, comíamos juntos. Estábamos muy unidos. Desgraciadamente, él estaba muy enfermo y no lo sabía más que su esposa, y ella no quería que se enterara nadie. Yo pensaba qué había pasado entre nosotros para que nos rechazara.

–¿Cuándo fue la última vez que le vio?

–Estábamos hablando él y yo, durante una exposición y, de repente, le dijeron que había alguien que quería un cuadro, que me fuera... Y era Onassis quien se lo quería comprar.

–¿Le vio trabajar en el taller?

–Él trabajaba en su casa y yo en la mía. Venía de vez en cuando y me pedía material.

Por supuesto, te imaginas esta escena como el vecino que va a perdirte leche o azúcar para el desayuno.

–¿Barnett Newman vio algunos de sus cuadros?

–Sí, y yo le decía que cuando descubriera algo que no le gustara, me lo dijera. Él era sí: todo franqueza. Pero desgraciadamente las cosas que uno quiere no duran. Él se me murió... ¡y tanta gente mala como hay por ahí, que no se muera...! Así es la vida. No me gusta.

Ahora comienza Tony Bechara a recordar cómo conoció él a Carmen y a su marido, Jess. «Fue en una exposición donde participábamos los dos –cuenta–. Les ayudé a colgar un cuadro con el que no podían y descubrimos que éramos vecinos. Mi casa de ahí al lado fue el estudio de Leon Polk Smith. En otros edificios de enfrente, estaba la guarida de Donald Judd, de Kusama...». Resulta sorprendente que entre tanto genio nadie reparase en ella y en sus cuadros de estampa tan geométrica como sutil. Tal vez porque era mujer y latina. «Además, con una personalidad bastante reservada; vivía tranquila con su esposo», la recuerda el señor Bechara.

–¿Qué sintió cuándo usted vendió su primera obra?

–Me sentí muy bien, aunque pasó mucho tiempo sin vender nada más. Luego, de casualidad, vendí dos cuadros que no eran míos sino de una profesora, pero dije que eran míos porque en esa época necesitábamos dinero.

–Como mujer artista, ¿usted se ha sentido discriminada?

–Sí, cómo no, y por otra mujer. Tenía una galería, me la presentaron y me dijo que quería ver mi obra, que era maravillosa. Pensé: «¡Ay, qué bueno!» Fui a verla otro día y me aseguró que no podía darme una exposición porque era mujer. ¿Se da cuenta? Yo salí de ahí con una rabia que casi la cojo y la mato.

–¿Qué hubiera dicho su madre, siendo como fue una mujer pionera en Cuba?

–Esa discriminación entre mujeres era parte de la cultura de la época, pero después todo cambió.

–¿Cómo vive el «boom» que hay en torno a su obra ahora?

–Ya no me importa; antes, cuando era joven, sí.

–Pero supongo que sentirá que la han reconocido muy tarde.

–No crea. Así fue, así pasó, y aquí estoy. Lo único que tendría que hacer es tirar este bicho [toca la silla de ruedas].

–¿Deduzco de sus palabras que trabaja todos los días?

–Sí, lo primero que hago es desayunar y me pongo a trabajar. Hasta que me canso. Se cerró ese día y vamos a ver qué pasa mañana. Así ha sido siempre. No tendría otra manera de vivir.

En el otro lado de esta sala se encuentra su zona de trabajo. En una estrecha balda se suceden los bocetos en tamaño folio que pinta de los cuadros. Una especie de «collages». La primera prueba de fuego que, luego, lleva a un tamaño superior, aunque no definitivo, que sirve de base para el cuadro último. Sobre una mesa se encuentra un lienzo más o menos manejable. Carmen no pinta en el proceso final. Ya no puede.

Yo tenía un collar que se me rompió en una fiesta en París. Y Jean Genet se pasó toda la noche buscando las perlitas

Tiene un ayudante que ejecuta sus bocetos al milímetro, sin poner ni quitar coma ni punto. Un estudiante de Bellas Artes que trabajó un tiempo con ella quería aportar sus ideas. Se sentía más artista que la artista, pero por eso ella no pasa. Carmen Herrera, pese a ese aire retraído que debió cultivar durante los años de matrimonio, tiene carácter. No sé si como su madre, pero para dar y regalar ironía, desde luego. Alguien que está acostumbrado a tomarse un «scotch» aún a sus ciento un años, de mojigata tiene poco. Esta tarde también nos tomamos un dedo de «scotch» con hielo de una botella que le ha regalado la Lisson Gallery. Si viene de ahí, habrá de ser exquisito. La Lisson son palabras y dineros mayores en el mercado del arte. Ha «fichado» a Carmen Herrera a sus muchos años y la exposición inaugural en su nueva sede neoyorquina reunirá parte de su obra reciente. Carmen ya puso una pica en el coleccionismo cuando Ella Cisneros compró obra suya para su colección de arte geométrico latinoamericano. Ya está: la cotización de sus trabajos se dispara a cientos de miles de dólares. Durante mucho años, sus cuadros han vivido el sueño de los justos debajo de cama de Tony Bechara e, incluso, uno de ellos hacía las veces de cabecero. Otros tantos se han perdido en sótanos o solo Dios sabe dónde están. Ahora, de los localizados bajo la cama, unos están en la colección del MoMA, otros en la del Whitney o en la de importantes mecenas. Tal y como títuló Deborah Sontag uno de sus artículos sobre Carmen Herrera para «The New York Times»: « She is hot at 94». Hemos pasado al éxito casi en un suspiro. Parece que nos hemos tragado su siglo de existencia en un puñado de líneas, pero regresemos al pasado.

–En París tengo entendido que conoció a Jean Genet, pues el traductor al inglés de su obra era amigo de Jessie, su marido.

–Sí, había una norteamericana muy bonita, pero viejita, y estábamos en una reunión con Jean Genet. Ella empezó a halagarle y a decirle que entre él y ella había una conexión. Genet se cansó y le replicó: «Señora, ¿usted también es pederasta?». Era tan estúpida que se mereció esta respuesta. En otra ocasión, yo tenía un collar que se me rompió y saltaron todas las cuentas por los aires. Genet se pasó toda la noche buscando las perlitas por el suelo. Para muchos era un fenómeno; para mí, un ser humano. Él estuvo en la cárcel mucho tiempo, una experiencia muy poco agradable.

–Usted tiene algún cuadro dedicado a Ávila, Salamanca y El Escorial. ¿Qué recuerda de sus visitas a España?

–En los años sesenta pasamos por Sevilla porque mi hermano tenía casa allí. Sobre todo estuvimos en Ávila, donde nos contaron una anécdota muy divertida sobre Gertrude Stein. Cuando ella visitó la ciudad, porque le contaron que Santa Teresa era una mujer pequeña que había hecho cosas grandes, iba vestida de negro y con su aire masculino. Las monjas la confundieron con un cardenal y no dejaban de pedirle la mano para que la besaran.

Malévola anécdota que disfrutamos entre risas y un brindis de «scotch». «Me gustaría volver a Ávila –señala–. Hace años leía a Santa Teresa y a Sor Juana Inés de la Cruz. También me gustaba mucho Zurbarán». En una de sus mesas de trabajo, curiosamente, descubrimos unos folios sacados de internet y grapados sobre ambas religiosas. Al fondo, en una repisa, hay una foto del Papa Francisco.

–¿Es usted religiosa?

–Sí. Me gusta este Papa porque es una persona muy agradable, muy buena gente. También me gustaba Juan Pablo. Benedicto, no.

–Tiene muchos libros. ¿Ha disfrutado con la lectura?

–No los he leído todos. Solo tres o cuatro. ¿Sabe?, no se pueden abrir porque están muy antiguos. Los abres y se rompen todos. Me encanta la lectura, pero tengo que ir al oculista.

[Sobre la mesa, entre otros papeles, descubrimos un ejemplar del TLS, The Times Literary Supplement].

–No le he preguntado por Cuba, más que por la de su infancia.

–No sigo lo que pasa en Cuba. Si me dicen o cuentan, encantada, pero no lo busco. Cuba, para mi, un poco, se acabó.

–¿Sigue el arte más joven, el que se hace ahora?

–Si ellos viene a mí, encantada. Pero yo, no. Yo he sido y he estado muy joven. Que se pongan viejos...

–¿Le gusta la gente sincera?

–¿A quién no?

Le asalta el recuerdo de París y de lo sucedido allí hace unos meses. «A mí me encanta Francia, pero ahora no –recalca–. No cabe en cabeza humana lo que ha sucedido. Mi marido murió unos meses antes de lo de las Torres Gemelas y no vio este fin de época. ¡Qué cosa más loca lo que está pasando!».

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