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Cádiz, ciudad tatuada

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Como no me gusta hacer estadísticas ni echar cuentas, no me atrevería a asegurarlo, pero así, a ojímetro podría decirle sin temor a equivocarme, que si no es la que más, Cádiz encabezaría las listas de ciudades más tatuadas. Como tampoco me gusta la trashumancia por la orilla de la playa -algo que practica el noventa por ciento de humanos mayores de cuarenta en esta ciudad-, puedo hablar con conocimiento. Porque basta con echar un vistazo desde la hamaca playera para ver, en vivo y en directo, el más amplio catálogo andante de tatuajes. Nombres chinos -o a saber-, cristos -aún los hay-, fechas en tamaño 'King size' -que algún día, seguro, querrán olvidar-, dragones, flores, delfines, hasta un árbol que hunde sus raíces en el pubis -lo he visto en la Caleta- y extiende sus ramas por el pecho hasta alcanzar el cuello en un alarde de color y de dinero, porque los tatuajes, a diferencia del twitter sí que cuestan un dineral.

Reconozco que es un entretenimiento malsano, sobre todo porque implica muchas veces el estudio detallado y descarado de la pieza y porque son muchas las preguntas sin respuestas ¿No se miran al espejo? ¿no se dan cuenta de que una greca romana en un muslo celulítico parece una ristra de cardenales? ¿no han pensado que con unos años más, esa barriga tatuada habrá perdido su tersura y no será más que un amasijo de manchurrones?

Tan extendida está la moda del tatuaje y tan mal gestionada, que ya no hay padre/madre/abuela/abuelo/madrina/padrino, sin distinción de edad o género que no se tatúe el nombre de su retoño -o de su difunto más reciente- en los sitios más inverosímiles, el omoplato, la muñeca, el empeine, los dedos, complicando enormemente la tarea de encontrar a un gaditano sin tatuar. Búsquenlo, a ver si lo encuentran. Es difícil, tanto como encontrar una terraza donde no te den coba, pero no imposible.