Cartas

Carta abierta al obispo de Córdoba

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Señor obispo, le escribo estas palabras porque me siento como un fervoroso luchador contra la indigencia educativa. Lo soy. Pero sobre todo en esta carta, lo soy a los modos de mi insigne catedrático Cuenca Toribio, valiente predicador de la retórica en los tiempos hodiernos, y ejemplo mío a imitar le pese a quien le pese.

Y entrando ya en el meollo de la cuestión, señor obispo, me veo en la obligación moral de informarle de que la familia tradicional es una ruina patética desde hace ya tiempo y un escombro viejo que no se resiste a desaparecer. Por ende, los varones se quitan la cabeza de la familia, lo negocian todo, o vienen sus hijas hembras sin mantener la distancia mínima del respeto, y les dicen: 'Perdona, papá, pero aquí ya no mandas tú. Mamá quiere decir algo. Y nosotras también'.

Así que tengo a bien decirle, por último, que si usted pertenece al escalafón burocrático y vocacional de los opositores que opositan para obispo, haga usted el favor, según palabras de mi admirado Cuenca Toribio, de «pergeñar unas líneas en torno al amurallamiento que envuelve buena parte de la labor de gran mayoría de sus colegas». Sin más asunto que usted comprenda de una vez por qué el patriarca perdió su patriarcado, le ruego que le pida usted una especie de gafas a Dios, y vea, por fin, a esa cristiana de corazón noble a la que usted le está quitando el sitio. Y si no la ve, échele un sillón de obispo, de arzobispo, yo qué sé, pero échele flores, una bocanada inmensa de aire, luche por su igualdad. Y si no váyase, señor Demetrio; váyase, señor Fernández; váyase, señor González.