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El bisturí que nos viene

Muchos creyeron que los quirófanos de última generación y la farmacopea sin límite, como los niños, venían de París

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Desasosegados por el implacable avance de los recortes en el gasto social que impone como una apisonadora el escepticismo de los mercados ante nuestro futuro como país empezamos a ver en peligro hasta la joya de la corona. Fármacos sin logo, quirófanos cerrados, especialistas a media jornada, hospitales sin terminar, ambulatorios cerrados. Poco a poco el relumbrante sistema de salud universal y gratuito que se había erigido en dos décadas de crecimiento y expansión empieza a ofrecer algunas grietas alarmantes.

Muchos centros hospitalarios han empezado a recuperar al internista como chico para todo, solo ante el peligro en los días de guardia, mientras pediatras, cardiólogos, traumatólogos se quedan en su casa para reducir la factura de personal. Y no deja de ser paradójico que los malos tiempos hayan coincidido con el récord de transplantes -94 en 72 horas- alcanzado estos días por una Organización Nacional que ha movilizando un millar de especialistas y 42 hospitales. Justo cuando se cumplen también este mes de diciembre 44 años de la hazaña del doctor Christian Barnard. Aquel cirujano sudafricano, de sonrisa deslumbrante que abrió el año 1967 una puerta al futuro más trascendental que la del primer hombre que pisó la luna. Eran entonces tiempos de pulmonía y sarampión, de gripes y escarlatinas; todavía coleaba la tuberculosis en España y vivíamos de los hospitales heredados del franquismo muchos de ellos edificados para la milicia. El hechicero de la tribu era el médico de cabecera. De su maletín negro surgían la cucharilla metálica esencial en épocas de anginas y vegetaciones; el fonendo misterioso que captaba las señales del pecho y la espalda con el termómetro componían el armamento básico del señor médico. Ya se había dejado de dar a luz en casa con la comadrona pero todavía para ingresar a un enfermo tenía que estar medio muerto. No había llegado aún el baile de las urgencias, el despilfarro de las recetas, el turismo sanitario. En pocos años pasamos de la bolsa de agua caliente, el optalidón y la penicilina a un escaparate de marcas y variantes de medicación, quirófanos de última generación, los mejores oncólogos de Europa, operaciones casi sin anestesia, y hospitales que dejaron de oler a deposiciones y cloroformos. Muchos llegaron a creer que todo aquello, como los niños, «venía de París».

Más pronto que tarde nos habituaremos a pagar un peaje por utilizar los servicios sanitarios o al pedir las recetas o al acudir a urgencias sin la correspondiente prescripción del médico internista. Para sostener este entramado que no se permiten ni británicos ni estadounidenses habrá que aflojar el bolsillo. Copago o ticket moderador como ya se hace en otros países de Europa. O eso, o volver a la cataplasma porque la vaca ya no da más.