Tribuna

El oro, el moro y el bonobús

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Se acercan las elecciones municipales. Resignados, los ciudadanos nos disponemos a oír el consabido número de promesas «incumplibles» y alguna que otra tontería memorable, como la de la playa en la Alameda.

Claro está que lo de prometer imposibles no es propio sólo del candidato en la oposición, también los gobernantes suelen hacer notorias contribuciones a este innoble arte del aturdimiento electoral. En el recuerdo de la historia destaca, por su lirismo, el ejemplo de TOLLER Y MÜHSAM, dirigentes de la efímera República Soviética de Munich, que proclamaron un edicto anunciando la transformación del mundo en una pradera llena de flores donde cada uno podía coger su parte y quedaba abolida la explotación y la jerarquía. Y sin irnos tan lejos, también nuestros tatarabuelos dejaron testimonio de su rendición a la tentación de exagerar cuando en la Constitución de Cádiz obligaron a los españoles a ser justos y benéficos.

«No hay nada nuevo bajo el sol», dice el sabio Qohelet en el Eclesiastés. Nos remontemos al pasado reciente o a épocas más lejanas, la figura del gobernante mintiendo por sistema al gobernado está siempre presente. La excusa puede variar: crisis que existen sin existir o armas virtuales de destrucción masiva. Hoy parece que este mal crónico ha empeorado en España hasta niveles críticos con los últimos gobiernos, que con independencia del color político comparten la misma afición de tratar a los ciudadanos como a imbéciles.

Pero hasta el más irrespetuoso de los políticos acata -de momento- el calendario. Y éste marca ya la hora molesta de someterse al veredicto electoral de las urnas municipales. El respeto que se debe al ciudadano ha de hacerse visible por unos días, y nada mejor para ello que el mercado de las promesas ¿Estamos abocados, una vez más, a que nos mientan sin pudor? ¿Los votantes hemos de dejar, sin más, que los postulantes elijan hasta los temas que nos tienen que interesar? En el estado de somnolencia en el que vivimos posiblemente no exista remedio, pero aún así, sabiendo que siempre quedan ingenuos dispuestos a creer lo mejor, aprovecho esta ocasión para alentar la participación del gaditano de a pie. Prueben ustedes, a ver qué pasa. No hace falta abrir un debate sobre el Estado del Municipio, sólo señalar las cosas que nos importan, por si acaso alguno escucha -o lee-. Por ejemplo, se me ocurre el tema del bonobús.

Como seguramente usted sabe y padece, los ciudadanos de Cádiz sufrimos uno de los peores transportes públicos de la península: analizando el servicio en su conjunto, no conozco ni una sola ciudad española de características semejantes a la nuestra donde el transporte sea más lento, caro, irregular y sucio. Pero lo que más irrita a la inteligencia, por el choteo que representa, es que comprar un bonobús sea una auténtica gymkhana. Primero, hay que adivinar dónde se vende, porque los puntos de venta son como los ojos del Guadiana, que aparecen y desaparecen. Después, tiene que haber existencias, que no se crean que es tan fácil, porque con frecuencia uno recorre varias manzanas preguntando a diestro y siniestro y cuando da con un punto de venta «no quedan bonobuses». Por experiencia propia puedo afirmar que a veces he empleado más tiempo del confesable en hacerme con el esquivo y demandadísimo cartoncito. Comprenderán los responsables de este disparate y sus antepasados que al usuario se le hinche la vena cuando, después de tantas facilidades, bonobús ya en mano, repara en la ridiculez del ahorro conseguido sobre el precio del billete.

En estas circunstancias, por seguir con el ejemplo, yo a los candidatos a concejales de mi ayuntamiento no les pediría el pleno empleo, en lo que no tienen arte ni parte, ni una playa en Loreto, ni que el Cádiz juegue la Champions, sino algo mucho más simple: que durante el próximo mandato los usuarios podamos comprar el bonobús de manera fácil, veinticuatro horas al día, en numerosos puntos de venta, cercanos a las paradas del autobús. Y fíjense si son bajas mis expectativas, que al que me prometa esto yo le prometo igualmente mi voto. Aunque no me hago muchas ilusiones de que después vaya a cumplir la promesa, que ya sabemos que una cosa es predicar y otra dar trigo. El cumplimiento de las promesas no siempre está en manos del que promete, y en relación con el transporte en Cádiz y sus bonobuses hay muchas cosas 'raritas'. Porque díganme si no resulta raro que, habiendo podido el hombre llevar un cohete de la tierra a la luna, ninguno de nuestros alcaldes haya sido capaz de llevar un autobús urbano de la estación de RENFE a la Caleta.

En cualquier caso, no se relajen ustedes, respetados políticos, que mi promesa alcanza solo al asunto del bonobús, que es una manía personal. Para todo lo demás, va siendo hora de que los españoles exijamos a nuestros políticos que prometan sólo lo posible. Hemos perdido la cuenta de cuántas veces se nos ha prometido el pleno empleo y la distribución indiscriminada de longanizas para atar a los perros. Estamos en un régimen en el que el ciudadano sabe que la mayoría de las medidas importantes que le afectan se toman 'a puerta cerrada', por gobiernos que tratan de evitar la impopularidad a cualquier precio. Como a niños, se nos prepara la información (cuando decide darse) y se nos dulcifica la digestión. Esto sucede cada día, a todos los niveles, impunemente. Para poder actuar con el civismo que la situación actual exige de cada uno de nosotros es preciso que sepamos qué está pasando, y por qué, y hacia dónde queremos ir. Precisamente lo que distingue a los buenos dirigentes políticos es su capacidad para exponer al ciudadano la realidad del momento y pedir los sacrificios que sean necesarios para la mejora de todos. Pero aquí oímos continuamente que chispea cuando diluvia, o que la realidad no es como es, sino toda teñida de color de rosa.