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Vertidos

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Llevaban razón aquellos manifestantes que enarbolaban pancartas diciendo «no queremos medio ambiente, lo queremos entero». Era mucho pedir pero hay que reconocerles que fueron unos precursores.

Japón está vertiendo al mar, que es el morir aunque a algunos nos dé la vida su contemplación, unas 11.500 toneladas de agua radiactiva. Es la mayor invasión que ha sufrido nunca el océano Pacífico y Tokio dice que no reducirá sus emisiones de gas liberado por el maldito tsunami. ¡Agua va! Gritan los heroicos bomberos de Fukushima, disfrazados de samuráis. El líquido que se desaloja tiene la función de hacerle sitio a otro aún más contaminado, al que es más urgente expulsar. ¿Cabe todo en el mar? Sabemos que siempre hay hueco para un nuevo naufragio, pero ignoramos su tolerancia a la radiactividad. Ni siquiera saben los más ilustres oceanógrafos si Neptuno ha perdido su oxidado tridente o cuántas sirenas se han ahogado. Siempre hay cosas nuevas bajo el sol o en las profundidades marinas y los científicos temen que se altere la cadena alimentaria. El admirable país siempre ha sabido lo que se pesca, pero puede llegar un momento en el que todos los peces sepan a yodo.

Nuestros vertidos no son menos alarmantes aunque se produzcan tierra adentro. Aquí estamos arrojando al paro a 1.100 personas diariamente. El mes de marzo, que venía siendo bueno para el empleo, se ha portado muy mal no sólo con quienes buscaban trabajo sin encontrarlo, sino con quienes perdieron el suyo y no encuentran otro por más que busquen. Esa es la tragedia cuyo primer acto se está representando ahora, mientras un partido se descompone y otro no acaba de componerse. No nos distraen las guerras intestinas, que no únicamente nos remiten a lo doméstico, sin no al funcionamiento del aparato digestivo de los partidos. Más grave que la desvergüenza ha sido que nos acostumbremos a ella. ¿Cuánto tiempo se necesitará para frenar la radiación política? La fecha estará más lejana cuanto más tarde se empiece, pero no nos gustan los bomberos.