Tribuna

La transición incompleta

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Desde alrededor del año 2005 puede constatarse un hecho que me produce tanta perplejidad como temor: el de que está en curso un proceso que algunos llaman 'segunda transición', en el que se proyectan reformas, algunas emprendidas ya, aun cuando no se hallan justificadas ni por la necesidad social, ni por el amplio y maduro consenso que debe impulsar este tipo de giros en la concepción de los cimientos que sostienen la convivencia y organización básica de un país. Sus promotores desean protagonizar una 'segunda transición', cuando todavía no hemos terminado la primera. Con notable precipitación y mucha imprudencia, pretenden ningunear los logros sumados por nuestra sociedad en los ochenta y en los noventa, para poder así descalificar todo el camino político de reconstrucción seguido en España tras la muerte de Franco, tachándolo de 'dirigido' o 'impuesto', no se sabe bien por qué fuerzas oscuras y antidemocráticas.

En 1975 España empieza un proceso de transformación de su sistema político que aún no ha culminado, caracterizado por dos notas fundamentales. De un lado, mirando al pasado, quiere poner punto final a una larguísima guerra civil que se inicia, como mínimo, en 1808 y que extiende aún su sombra hasta los fusilamientos de Burgos. De otro lado, de cara al futuro, el nuevo sistema quiere también ser un cambio de rumbo histórico que devuelva al país al lugar que le corresponde por su geografía, cultura y vocación de modernidad, dentro del ámbito de las democracias europeas industrializadas.

Atrasado, empobrecido, cansado y asustado, llegó el español a la encrucijada de 1975. En este momento, gracias a un conjunto de circunstancias todavía no bien comprendidas, la mayoría de la población parece primar el interés y la voluntad de acuerdo y empuja junta en una misma dirección, que apunta por encima de las visiones particulares de cada uno y parte del presupuesto compartido de rechazo a la dictadura y del anhelo, igualmente común, de modernidad democrática propia de nuestro entorno cultural. Mediante un delicado y responsable equilibrio de renuncias y de legítima defensa de las posiciones razonadas como irrenunciables, la mayor parte del espectro político, desde la izquierda comunista al franquismo más civilizado, sienta las bases de un tiempo nuevo que aún no puede considerarse concluido. Ello fue posible, entre otros motivos, por la existencia en España de amplias clases medias y profesionales que ya no encajaban en un régimen autoritario y que exigían un cambio de sistema que equiparara nuestro modo de vida al de las democracias europeas. La fórmula para lograrlo fue entonces, como es ahora, la coincidencia en lo fundamental.

Por la vía del consenso, por vez primera en la historia de España se alcanzó un sistema político, plasmado en la Constitución de 1978, que no se construye 'contra' nadie y en el que por fin todos los españoles y no sólo algunos, gozamos de libertad. Frente al 'trágala' característico de nuestro siglo XIX, se buscó con valor un acuerdo entre posiciones antes enfrentadas a muerte, y el esfuerzo dio fruto con un consenso respetado por unos y otros durante veinticinco años.

Sobre este campo de minas, España abre un proceso de saneamiento y renovación que le lleva a realizar precipitadamente cambios estructurales y políticos que a otros Estados costaron décadas. Eso explica que la organización que nos hemos dado sea imperfecta y que en algún punto no sólo necesite actualizaciones y mejoras, sino también de rectificaciones. Sufrimos, quizás, una 'crisis de crecimiento'. Pero ello no debe enturbiar, y mucho menos desmerecer, el hecho innegable de que el acervo social, político, jurídico y moral que cuaja con la Constitución de 1978 es el que nos ha permitido este largo periodo de estabilidad y alternancia política democrática, sin parangón en nuestra historia contemporánea.

Por ello, antes de caer en la vanidad de segundas transiciones conviene concluir con normalidad y madurez democrática la primera, en el clima de equilibrio y moderación que supo preservar la sociedad española en esos años. Urge recuperar y alentar el espíritu ejemplar de aquella época, que vuelve a ser absolutamente imprescindible no sólo para avanzar en la mejora de nuestro sistema político, sino para superar las tentaciones de involución democrática que sugiere la situación actual. Porque, en realidad, lo que esconde la retórica sobre la segunda transición es el primer viraje radical de la vida política española desde 1977.

Hasta el año 2004, los diversos cambios de gobierno permitieron una alternancia en el poder que, aun cuando no fuera aceptada de buen grado por los partidos salientes, nunca provocó el cuestionamiento de las bases del sistema político consensuado en 1978. A partir de 2004, sin embargo, se producen ataques sin precedentes contra el siempre expuesto equilibrio constitucional, como penosamente ejemplifica la historia del Estatuto de Cataluña. Esta política destructiva va más allá de la deslealtad con el texto constitucional, porque supone, en definitiva, una falta de aceptación de las reglas del juego democrático, planteada oblicuamente.

Los promotores de la llamada segunda transición buscan legitimación en un discurso que, pese a su falta de fundamento, está cada vez más extendido: el mito falaz del olvido de la historia en la transición. Según esta tesis, el proceso político de nuestro país, lejos de representar el sentir mayoritario de los españoles, fue resultado de la imposición de oscuros poderes egoístas que pretendieron perpetuarse en el poder. Cuesta comprender que personas que vivieron aquellos años sostengan tales afirmaciones, siendo tan evidente lo contrario: los españoles de los setenta estaban, ante todo, preocupados por el pasado y querían que en ningún caso volviera a repetirse.

Yo, sin embargo, creo que lo vivido en la transición es un legado de libertad política sin precedentes en la Historia de España y que nuestro deber como ciudadanos no es destruir ese patrimonio, sino mejorarlo y aumentarlo. Nuestro sistema político no está contaminado por la falta de ruptura tras la muerte de Franco, sino todo lo contrario.