Tribuna

Intelectuales, 'think tanks' y sociedad civil

Las opiniones ya no están expuestas al juego de las mayorías y las minorías. Las responsabilidades se diluyen y la independencia deja de ser un valor

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De unos años a esta parte hemos ido familiarizándonos con la intervención de institutos, fundaciones o asociaciones especializadas en la producción de ideas. 'Think tanks', los llaman: laboratorios o depósitos de pensamiento. Aunque en otros lugares, y especialmente en el mundo anglosajón, vienen funcionando ya desde hace décadas, su presencia en nuestras latitudes es todavía una novedad. A la vista de su éxito cabe preguntarse a qué se debe su creciente influencia.

Las intenciones son inmejorables. Se presentan como la expresión más avanzada de la sociedad civil. Ponen su labor al servicio de la comunidad y de los ciudadanos, contribuyendo a la formación del capital humano y a la difusión del conocimiento y sus aplicaciones. Su labor se orienta a la acción: la creación, promoción y difusión de las ideas es un medio para una finalidad más cercana. No tienen ánimo de lucro y se proclaman independientes, aunque en realidad se sitúan siempre a mayor o menor distancia del poder político. Los destinatarios inmediatos de su actuación son los actores -personas, partidos, grupos de interés- que tienen capacidad influencia en la toma de decisiones.

La difusión de estas plataformas es un síntoma llamativo de las transformaciones a las que están sometidas en nuestros días las estructuras elementales de la comunicación pública. Para entender la novedad conviene ver el fenómeno en perspectiva. Desde finales del siglo XIX fue costumbre llamar intelectuales a las personas que se encargaban de crear pensamiento. Se discutía intensamente cuál debía ser la relación de estas personas con el poder. De un lado estaban quienes defendían a toda costa la autonomía del saber frente a las servidumbres a las que están sometidos los intelectuales orgánicos, que subordinan la verdad a la obediencia al partido. De otro lado estaban quienes criticaban la aristocrática figura del intelectual encerrado en su torre de marfil, del sabio que clama en el desierto y contempla desde la distancia el clamor de la confrontación política. Pero lo que ni unos ni otros podían imaginar, desde la derecha o desde la izquierda del espectro político, es que pudieran existir organizaciones especializadas en la producción y difusión de ideas.

La figura del intelectual ha quedado desplazada con la intervención de estos nuevos mediadores del pensamiento. El viejo ideal de una sociedad abierta suponía que las ideas descendían en cascada, desde élites hasta las masas, al tiempo que otros movimientos de opinión diferentes circulaban en sentido inverso, de las masas a las élites, en un proceso de ajuste continuo entre los distintos niveles del consenso. La transparencia era la regla. La verdad o falsedad de las opiniones estaba expuesta al escrutinio de todos. Por supuesto, antes también había élites que actuaban de forma relativamente opaca. Pero se suponía que la batalla de las ideas se desarrollaba a la vista de un público ilustrado y que los intelectuales eran responsables en primera persona ante él. Su firma constaba a pie de página.

La situación cambia radicalmente con la institucionalización de nuevas fábricas del pensamiento, que actúan como exclusivos salones de discusión pero también como instrumentos de acción discreta y cooptación. Los laboratorios de ideas se afianzan en el espacio que antes ocupaban las universidades, que tradicionalmente albergaban a los productores de las ideas. Los nuevos mediadores del conocimiento están diseñados para desenvolverse en el mundo de las redes de comunicación, polarizando la información y, en la práctica, incrementando la brecha entre las élites y los consumidores finales de los mensajes. Con su presencia, el circuito abierto de la circulación de opiniones queda bloqueado y la gestión del conocimiento privatizada, deslocalizada, externalizada. Se asume que las ideas pueden ser cultivadas en probeta, en microclimas privilegiados, en ambientes controlados, ante públicos restringidos, donde la opinión que más se respeta es la de quienes tienen los resortes que se necesitan para inducir desde arriba el consenso de los de abajo. Las opiniones ya no están expuestas al juego de las mayorías y las minorías. Las responsabilidades se diluyen y la independencia deja de ser un valor. Ya no hay sujetos de carne y hueso que pongan su firma a pie de página. La voz de la (llamada) sociedad civil circula por circuitos prefabricados. La república del conocimiento cede el paso al mercado de las ideas.

Sería ingenuo reducir la valoración de estas nuevas instituciones a un juicio enteramente positivo o negativo. Lo sorprendente es la intensidad del cambio. No han pasado más que tres décadas desde que se publicó el subversivo y discutido informe de J. F. Lyotard sobre las condiciones culturales de nuestra condición postmoderna. En aquel texto se daba a conocer una noticia que, con el tiempo, se ha vuelto cada más significativa: en sociedades como las nuestras, aumenta la incredulidad frente a las narraciones que servían para legitimar la autoridad de las ideas. El saber ya no está a la vista del público. Su espacio ha sido ocupado por sofisticadas técnicas para la producción masiva del consenso.