Cartas

Liderazgos efímeros

El ocaso de los dirigentes políticos da la medida de sus cualidades

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Se habla mucho, y en lugares distintos, de liderazgo. Vemos líderes que suben y bajan, líderes que no despegan o se queman, líderes que no llegan a serlo. Se dice que los partidos tienen problemas de liderazgo y que la clase política no genera confianza por la falta de credibilidad de sus líderes. En páginas cargadas de tensión, a la vuelta de la gran guerra, Max Weber describía las cualidades del jefe y sugería que la presencia de líderes fuertes supone un contrapeso a la deshumanización de la política, a su paulatina burocratización. El siglo XX se encargó de mostrar enseguida los peligros de estas especulaciones. La historia siguió dando vueltas y, con el tiempo, la cuestión del liderazgo volvió a ser tratada con fría objetividad científica. Comparada con la caracterización weberiana del caudillaje político, lleno de pasión y mesura, llama hoy la atención la efímera banalidad de nuestros líderes. Mientras están en la cresta de la ola no se percibe, pero cuando su estrella comienza a apagarse no tardan en salir a la luz sus limitaciones.

Tony Blair ha entrado en estos días en la larga serie de personajes que no van a dejar huella. Quizá por eso, ha querido mostrarse en público. A salvo de lo que puedan decir los historiadores, los detalles más sensacionales de sus memorias, publicadas con gran aparato editorial, forman un cuadro perfectamente intrascendente, entre el cotilleo y lo que ya se sabía: la barbacoa con la familia real, los niños que juegan con los de la Princesa, los malhumores de uno y otro, los esfuerzos denodados por convencer a los demás -y quizá también a sí mismo- de que puede quedarse la conciencia tranquila respecto de Irak, la permanente adoración por el Partido Laborista -¡faltaría más!-, entre otras cosas inútiles. La sensación es que nuestros líderes mundiales cuanto más hablan, más estatura pierden. Lo cual no quita para que mientras están en el poder, arropados por sondeos y asesores, acumulen cada vez más influencia.

Se dirá que hablar mal de los políticos es más fácil que hablar bien. Es cierto, es un deporte agradecido. Y se dirá también que la sistemática descalificación de la clase política tiene su origen en la inconsciente nostalgia por el gobernante ideal, en la esperanza de que aparezca algún día el salvador de la patria. Una creencia que nada tiene de democrática. No hay que exagerar. La verdad es, sencillamente, que tenemos los líderes que nos merecemos. Y una de las cosas que caracteriza a nuestros líderes es lo rápido que pasa su momento, lo poco que tardan sus fórmulas en perder gas y su imagen en acumular más aburrimiento que autoridad. No parece que Tony Blair vaya a ser una excepción.