EL MAESTRO LIENDRE

GIGANTES CON PIES DE CENIZA

La nube volcánica ha elevado al nivel de catástrofe unas simples colas en los aeropuertos

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Hemos vivido un invierno en el que la climatología se convirtió en noticia. Más que nunca. Elementos cotidianos como la lluvia y la nieve, elevados al rango de acontecimiento. En parte, por una persistencia inusual. En parte, por un atontamiento colectivo en el que parecemos atrapados. Hay que ser muy trapo para frivolizar sobre el sufrimiento de los que han perdido negocios, cosechas, casas o los que han padecido destrozos que lastrarán sus economías familiares durante meses o años. Ni hablemos de los daños personales: los heridos o las muertes. Toda tormenta o borrasca que haya causado perjuicios materiales considerables, o víctimas físicas, seguro que merece la atención que los medios quieran darle.

Pero por debajo de ese estrato de los damnificados reales, cualquier intento por convertir lo estacional en excepcional rezuma una estulticia gorda. Es difícil saber cuándo empezaron esos reportajes que convierten en héroes a los habitantes de un pueblo de León aislado por la nieve en enero. Durante los últimos 990 años, los residentes siempre vivieron esa situación. Por lo tanto, carece de sentido ensalzarla, subrayarla o etiquetarla. Viene a ser equivalente a las informaciones sobre olas de calor que, nadie dude, se verán este próximo verano, como el anterior y el precedente. Sevilla (o Córdoba, o Jerez, o Écija). 44 grados. Entrevistarán a ancianos que pasean con su botellita de agua por la calle. «¿Qué hace usted para combatir el calor, señora?», volverán a preguntar. «Beber, salir a la fresquita y coger por la sombra, hijo», volverán a responder los amables abuelos. Nadie se para a comentar que en esas ciudades, desde hace unas cuantas decenas de siglos, siempre se alcanzaron esas temperaturas durante una decena de días de julio y de agosto. Pues a todos nos lo volverán a contar.

Esta plaga de la obviedad travestida de desgracia ha vuelto a reaparecer esta semana, por el cierre de aeropuertos. Una nube de ceniza volcánica, con nacimiento en Islandia, según dice su DNI, nos ha recordado una evidencia: que no siempre podemos viajar cómo y cuándo queremos. Asombran esas constantes imágenes de presuntas tragedias en las salas de espera, que se transmita como un desastre lo que, en muchos casos, no pasa de ser incomodidad, leve contrariedad: que miles de personas tengan que esperar un día, o dos, o unas horas, que se pierdan una reunión, que lleguen tarde al trabajo, que se queden sin ver a la novia. Viajar siempre fue un ejercicio frágil sometido a todo tipo de inclemencias.

Ese cratercito islandés, un barrillo adolescente en la piel del planeta, paraliza por completo el espacio aéreo europeo. Somos unos mierdecillas, pero nos empeñamos en olvidarlo. Siempre hubo que buscarse la vida, pelear alternativas para seguir. Así fueron siempre los viajes.

Excepto las personas que necesitan moverse cuanto más rápido, por causa de fuerza mayor, por desgracia familiar, por algo relacionado con la salud o la muerte, por un asunto realmente urgente (sabemos que son muy pocos), los demás se pueden limitar a elegir una alternativa que, hace diez años habría sido considerada lujosa. En los aeropuertos, excepto esos que estén en un trago de veras o los que son estafados, como aquellos de Air Comet, resulta difícil dar pena.

Que esperen, o cojan un tren, o una motoneta, o improvisen para descubrir la ciudad en la que están o para cambiar de plan, o que aprovechen para caminar. Escuchar que es una desgracia que Angela Merkel o el primer equipo del Barça hagan mil kilómetros en un bus equipado como un Jumbo, para ir de suite a suite, es un insulto para la inteligencia. Esta coña de las cenizas, como nuestro asombro ante la lluvia, la nieve o el calor, demuestra cómo nos hemos acomodado. Un amigo dice que la confusión entre incomodidad y desgracia es tal que, pronto, alguien propondrá que el confort y la rapidez sean incluidos en la carta de Derechos Humanos. Incluso se ha tenido que oír que este caos aéreo «ponía en peligro la recuperación económica mundial». Pues sí que era sólida, pues sí que tiene buenos cimientos el sacrosanto sistema de la bulla y la pasta si un contratiempo de tres días (sólo limitado a una parte del transporte colectivo) la tambalea.

Estamos perdidos. En el aeropuerto y fuera. En eso sí que no escampa.