En el buffet del Centro se sirve comida sana y ecológica, por supuesto. / Efe
RUTA por el pacífico verde

Un chapuzón entre viñedos

El biólogo Brock Dolman se dio cuenta de que el planeta Tierra tendría que llamarse en realidad Agua y creó en California un centro donde se enseña a preservar su pureza

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Al Instituto del Agua se llega a través de un laberinto de viñedos entre los que serpentean carreteras estrechas y solitarias, con algún ciclista ocasional y más de un descapotable que escapa de la velocidad urbana.

El pueblo en cuyas colinas se ha establecido se llama Occidental, tiene poco más de mil habitantes y una oficina de correos que no parece haber cambiado desde los tiempos del salvaje oeste. A finales del siglo XIX el pueblo era una parada más del ferrocarril del Pacífico Norte que conectaba los bosques de secoyas con el ferry de Sausalito, para que la industria pudiera transportar sus planchas de madera. Con el desarrollo de las autopistas los raíles abandonados se han fundido con el paisaje bucólico y decadente que encaja bien con los viñedos y el nuevo refinamiento de Sonoma. Los carteles de la inmobiliaria de lujo Sotheby’s dan una pista de por qué la población local va en descenso y los restaurantes italianos tradicionales empiezan a desaparecer, en favor de los nuevos potentados de San Francisco. Con 16 nombres en la lista Forbes de los más ricos del mundo, la ciudad tiene más multimillonarios que toda España. Y si se amplía el espectro a la bahía, sin incluir siquiera la meca de Silicon Valley, ascienden a 45.

El esnobismo del condado del vino intenta extender sus tentáculos hasta la costa, donde todavía sobrevive la venta de ostras al peso en los chiringuitos frente al mar, pero por el camino se ha chocado con la resistencia de sus habitantes, que no permiten ni antenas para móviles.

Por su clima mediterráneo y su cercanía al Golden Gate Bridge (120 kilómetros) esta comarca siempre ha sido el escape favorito de los poderosos que echan de menos la vida apacible, aunque a veces la destruyan en sus conspiraciones de salón. El Club Bohemio, que ha tenido entre sus miembros a todos los presidentes de EE UU desde 1923, y ni una sola mujer, tiene su retiro campestre solo a diez minutos de Occidental. Entre sus salones más privados se gestó el Manhattan Project, que derivó en la bomba atómica. Entre los que atendieron aquella siniestra reunión estaba el presidente de Harvard y altos representantes de la petrolera Standard Oil y la todopoderosa General Electric.

Esta élite de poder bebe los vientos intelectuales de los escritores y artistas que imprimen carácter a la zona donde Brock Dolman fundase hace 15 años el Centro para las Artes y la Ecología de Occidental, la organización sin ánimo de lucro en la que nació el Instituto del Agua (www.oaecwater.org).

«Somos agua»

Dolman salió de la universidad con su título de Biología y se preguntó por qué nunca había tenido una clase sobre el agua, el elemento más importante de la vida. Este planeta no debería llamarse Tierra, sino Agua, decidió, porque el preciado líquido cubre más del 70% de su superficie. El mismo porcentaje que en nuestros cuerpos, «somos mayormente agua», le gusta recordar cuando firma los correos. Al estrenar el mercado laboral con su título, los flamantes biólogos son incapaces de mirar a las nubes y predecir si va a llover al día siguiente, de abrir el grifo y decir de dónde procede el agua que beben, de coger un puñado de tierra entre los dedos y adelantar qué es lo que crecerá en ella.

«Somos unos analfabetos ecológicos y esa es la peor epidemia que hay sobre la tierra», sentencia. «Llegamos con nuestros títulos universitarios y nuestra ignorancia de ciudad a cambiar el orden natural de acuerdo a nuestros libros, sintiéndonos la generación más preparada de la historia, los más listos, cuando la mayoría no sabe nombrar un árbol ni identificar un pájaro. Ponemos en práctica las fórmulas que hemos aprendido sin tener en cuenta el ecosistema y acabamos destruyéndolo en nuestra ignorancia», explica.

Pocos de nosotros nos fijamos por dónde corre el agua cuando llueve y mucho menos tratamos de redirigirla hacia los árboles y la vegetación que la necesita. Ponemos capas de asfalto donde nos conviene y árboles donde queden bonitos. Nos creemos que el agua de lluvia debe correr por los desagües y ni siquiera nos preguntamos dónde acaba (en el mar) y qué lleva (toda la basura y las toxinas de las calles). Durante millones de años la naturaleza ha reciclado el agua filtrándola con plantas y rocas en lugar de añadirle cloro para limpiarla. Una fórmula de filtros naturales que copiaron hace dos décadas los austriacos para dejar frescas e impolutas las piscinas sin que escuezan los ojos o se reseque la piel, como el estanque que riega todo el centro ecológico de Occidental.

Mediante cita previa (www.oaec.org/tours), el Instituto del Agua enseña a sus visitantes y a cientos de profesores de toda California el arte de recuperar la sabiduría natural para que se la transmitan a los niños. En nuestro caso, la que hace de guía entre sus casas de adobe y fuentes naturales es su directora Kate Lundquist, que a mitad de la gira le ofrece a esta corresponsal un chapuzón en el estanque que trae la vida al lugar. Y entre nenúfares, literalmente, invita a reflexionar sobre la irracionalidad con que tratamos el agua, ese preciado líquido que se recicla continuamente a través de las lluvias y los océanos, con todo lo que le hayamos añadido por el camino. «Menos del 1% del agua que hay en la Tierra es potable y siempre es la misma», explica. «Por eso se suele decir que podríamos estar bebiéndonos perfectamente el agua en que se bañó Cleopatra».

El Instituo del Agua

El Instituto del Agua defiende que en un futuro no muy lejano la riqueza de los pueblos se medirá en la pureza de sus cuencas de agua. Aquéllos que hayan aprendido a defenderla de los químicos que se filtran a los acuíferos y aumenten sus reservas mediante un uso más racional serán las nuevas potencias.

En California, por ejemplo, el 30% de la energía se emplea en mover el agua de un lugar a otro. La de San Francisco procede de Hetch Hetchy, el valle de un glaciar en el parque nacional de Yosemite, que con el calentamiento global cada año tiene menos nieve que fundir. Hace tres años la ciudad empezó a promocionar los sistemas para capturar el agua de lluvia en los tejados que de otro modo se desperdiciaría en las calles. Cada casa típica de 120 metros puede recolectar por temporada unos 50.000 litros de agua con los que regar los jardines, poner la lavadora o tirar de las cisternas el resto del año. Beberla es otra cosa, porque legalmente requeriría de un técnico que garantice su potabilidad en los tanques donde se almacena.

La recuperación de esa sabiduría tradicional que los árabes perfeccionaron con los aljibes adquiere un toque revolucionario con la fiebre por las aguas grises que ha llegado a California. Son aquéllas que salen de la lavadora o caen por el fregadero y cuyo transporte hasta las depuradoras deja un rastro en la conciencia de sus usuarios. Solo cuando se decide reciclarla para regar el jardín es cuando uno empieza a preguntarse qué es lo que tira por el fregadero o con qué químicos lava la ropa. Tiene sentido utilizar la de la lavadora para tirar de la cadena del baño y de paso desinfectarlo, pero ¿realmente quiere uno regar con ella los árboles frutales? Y ahí, frente a esas preguntas, es donde triunfa la nueva generación de detergentes biodegradables.

La conversación del agua ha comenzado, porque el agua empieza a escasear. «¡Despierta, se os está acabando el tiempo!», clama la sirena de larga cabellera que reposa en el embarcadero como guía. El círculo del agua y la vida se cierra, toca elegir si se quiere estar dentro o fuera.