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El rompecabezas de Gibraltar

Detrás de la Verja, con pleno empleo y una renta per cápita superior a la de Reino Unido, rechazan cualquier acuerdo bilateral que los deje fuera del debate

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Los seis kilómetros cuadrados de Gibraltar dan para montar un puzzle con muchas piezas, algunas de ellas definitivamente truncadas por 300 años de escaso entendimiento, cuando no por simple y pura hostilidad. Encajar sobre el tablero los intereses económicos de los ‘nativos’ de la Roca, el orgullo español y las pretensiones británicas, y ajustar el resultado a la realidad global del siglo XXI, a pesar de que el conflicto data de los tiempos de Carlos de Austria y Felipe de Anjou, requiere de altas dosis de voluntad, concesiones obligadas y un dominio del juego diplomático «a prueba de tergiversaciones, equívocos y electoralismos».

Lo dice Salomon A. Seruya, chaqueta de tweed, chaleco, corbata y pose de lord, en el salón de su piso de Main Street, la arteria principal de El Peñón. Sobre un piano negro que ejerce de aparador, entre diplomas y distinciones, destaca la fotografía que el Rey le dedicó a su nieto, y también otra en la que el empresario, ministro de Economía y Desarrollo de Gibraltar a finales de los 60, estrecha formalmente la mano de Isabel II. Abajo, en la calle, continúa el trasiego de ‘llanitos’, andaluces, anglosajones, orientales, musulmanes, judíos y católicos, todos perdidos en la vorágine del bazar, vendiendo y comprando, ajustando los precios, dándole al móvil o comiendo ‘fish and chips’ en locales exclusivamente rotulados en inglés. El tema de conversación, a pesar de los pesares, vuelve a ser el mismo: el rompecabezas de la Roca está otra vez sobre la mesa.

El pie lo dio el príncipe Felipe, «y no fue casual», en la cena de gala que ofreció a Carlos de Inglaterra y a Camila durante su reciente visita oficial. Bastó una frase corta, delicadamente envuelta en protocolo, para que Gibraltar se sintiera, de nuevo, en el punto de mira. Don Felipe abogó por que las autoridades de «ambos países» avanzasen «en la solución del contencioso histórico bilateral que aún sigue pendiente». Es decir: es hora de retomar el asunto.

Seruya, dueño de una de las cadenas de perfumerías más importantes de El Peñón (ocho tiendas) y hombre ducho en los vericuetos de la política local, apunta dos cosas: «Es evidente que el Príncipe, por el que siento un profundo respeto, se hizo eco de un discurso preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores». Además, «la referencia al ‘contencioso bilateral’ quizá pasa por alto que cualquier solución que aspire a gozar de legitimidad tiene que recibir el refrendo democrático de los habitantes de El Peñón».

Seruya, que admite que su opinión es «insólitamente progresista» detrás de la Verja, comparte la receta del anterior ministro: «Moratinos tuvo el valor de venir aquí y reivindicar la soberanía española. Pero él se dio cuenta de que el problema no puede solucionarse con mano dura, sino creando un clima de diálogo y colaboración para generar confianza en los gibraltareños. Y en eso coincido con él».

Las ‘piezas cojas’ del puzzle son tantas, hay tantas aristas gruesas y tantos huecos deformes, que el debate a tres bandas por el que aboga Seruya tendrá que sortear un rosario de fricciones: el contencioso ‘esencial’ de la soberanía, la demarcación de las aguas territoriales (teóricamente solo se cedieron las del puerto), el istmo (la línea de tierra que une El Peñón con la península, ocupada ‘ilegalmente’ según España, y que los polémicos rellenos no dejan de ‘engordar’ artificialmente), y la madeja ‘fiscal’ que merece un capítulo aparte.

Cada uno de esos ‘puntos’ de choque asciende o desciende puestos en el ‘hit parade’ de los cabos sueltos del ‘conflicto’ en función de la actualidad. Basta un roce, por ejemplo, entre las patrulleras de la Guardia Civil y la Royal Navy, motivado por cualquier confusión sin importancia, para que se amplifique una tensión que, en la calle, por norma, no existe.

Dominic Searle, director del ‘Gibraltar Chronicle’, interpreta las palabras del Príncipe como un intento de «mantener viva la cuestión» dentro de esa dinámica de tira y afloja. «En Gibraltar se entiende que se les está diciendo a todos los españoles: ‘No nos hemos olvidado de El Peñón’. Cuando nosotros dudamos de que los ciudadanos de a pie se levanten cada mañana pensando en eso, con la de preocupaciones más urgentes que tienen en la cabeza». Sobre las posibles consecuencias reales del ‘recado’ de don Felipe, se muestra escéptico: «Creo que a Carlos le entró por un oído y le salió por el otro».

El chico que se dispone a abrillantar las ventanas de las oficinas del ‘Chronicle’, en las ‘Casemates’ de Watergate House, mientras se desarrolla la entrevista, es español. Al igual que otros 4.000 trabajadores del Campo de Gibraltar, que cada día cruzan la Verja para cubrir la demanda de puestos de un territorio con 30.000 habitantes que goza de pleno empleo, un PIB de 1.317 millones y una renta per cápita de 45.311 dólares, por encima de la del Reino Unido (43.361). Enfrente, La Línea de la Concepción, con una tasa de paro que supera el 30%.

El catedrático de Derecho Internacional de la Universidad de Sevilla, Pablo Antonio Fernández, uno de los mayores expertos españoles en la materia, subraya el peso de esas ‘realidades enfrentadas’ a la hora de progresar en la situación. «Siempre he dicho que si el Campo de Gibraltar fuera un espejo donde ellos pudieran mirarse, habríamos adelantado bastante. Haría falta que allí estuvieran los mejores hospitales, una universidad modélica, infraestructuras envidiables, etc.., en vez de miles de desempleados, pavorosas carreteras y líneas de ferrocarril decimonónicas...».

El primer ministro de Gibraltar, Peter Caruana, al hilo del ‘mensajito’ de don Felipe, insiste en su particular mantra ante los medios: «La solución al contencioso pasa por respetar el derecho a la autodeterminación», y se niega de plano a contemplar cualquier medida que proceda de una negociación cerrada entre España y Reino Unido.

Juan José Téllez, autor de ‘Main Street’ y ‘Gibraltar en el tiempo de los espías’, además de profundo conocedor del tema, cree que el error clave es «abordar las negociaciones desde la perspectiva del Tratado de Utrecht, porque en 1713 no existía el concepto de soberanía popular». Y añade: «Pensar que dos países pueden acordar un modelo para un territorio sin el consentimiento de su población es, cuando menos, disparatado. En Hong Kong había un compromiso previo, una fecha límite; en El Peñón, no. La única vía posible es que se sigan limando cuestiones relativas a la vida cotidiana de los ciudadanos, de manera que dentro de 20 años le demos la misma importancia a la bandera que ondea en Gibraltar que al hecho de que el cierzo sople en León».