Micaela pasa todo el día en el salón de su casa, rodeada de sus fotos y recuerdos. / N. REINA
CÁDIZ

Calle Ancha, cárcel estrecha

Micaela Cantero lleva cuatro años sin poder salir de su casa por la falta de acuerdo para instalar un ascensor en esta céntrica finca

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Una joven de melena suelta y sedosa y verbo poco desarrollado reparte premios desde la pantalla de la televisión. En frente, Micaela mira sin fijarse demasiado. A su derecha, un vaso lleno de agua. A la izquierda, el teléfono, colocado sobre algunos libros y revistas y junto a un flexo de los de oficina. La tele es su única compañía, junto a la de sus perros (ahora tiene cuatro, pero el chihuahua es su favorito) y la de Pepita, que lleva con ella 50 años.

Hace cuatro años que Micaela no sale de casa. Vive en el segundo piso del número 20 de la calle Ancha. Una finca que ha sido escenario de las desavenencias -una más- entre Junta y Ayuntamiento. La Comisión Local de Patrimonio, que depende del Consistorio, no autorizaba a la Oficina de Rehabilitación de la Junta la instalación de un ascensor en el edificio porque para ello había que quitar unos escalones que según los expertos tenían su valor. Los vecinos argumentaban que no eran originales. La disputa llegó a tal extremo que los residentes tuvieron que solicitar los servicios de un arqueólogo que finalmente certificó que aquello tenía tanto valor como una moneda de cinco duros. La obra del ascensor ya tiene todos los parabienes, pero a Micaela la espera se le ha hecho eterna y la obra aún no tiene fecha.

Dice que lo primero que hará, si consigue salir a la calle con su silla de ruedas, es ir a San Francisco o San Antonio a agradecérselo al Santísimo. Mientras tanto, cada día se levanta, se asea y se dirige al sillón situado en su salón, del que no sale hasta que no se va la cama.

Sus problemas comenzaron hace muchos años. Ni siquiera había cumplido los 60 cuando sufrió la primera caída. Se rompió el fémur, la cadera, el pie y varios huesos más. «Me operaron los doctores Copano y Benjumeda». Y mal que bien, con cierta dificultad, podía bajar y subir los escalones. Pero se diu otro «cachiporrazo» y los facultativos ya no aconsejaron una nueva intervención. Le dijeron que era demasiado arriesgado y ahí empezó su condena. Micaela nació en esta misma casa hace 81 años. «Justo ahí, debajo de ese cuadro» y señala una imagen de Jesucristo. Su madre, que era de Tarifa, se casó con su padre, artillero de profesión y alquiló primero y después compró esa casa. La joven Micaela, que aparece en muchas de las fotos que decoran el salón (imágenes de la boda, con sus labios oscuros y su vestido blanco inmaculado) se casó con un sevillano y se fue a vivir a Écija, donde tuvo a sus tres hijos. Años después decidió volver a su ciudad natal e inscribió a sus hijos en San Felipe Neri. Uno de ellos murió hace algunos años. Uno de esos golpes de la vida que llegan sin avisar. «Dios escribe con guiones torcidos; de algo malo le habrá quitado, ¿verdad Pepita?» Después de muchos años cuidando a todos, a sus padres, a su suegra y hasta a familiares más lejanos, es ahora ella la que necesita atención. De sus hijos, que se la prestan y de Pepita. Es a ella a la que le pide que le cuente cómo está Cádiz. «Me dicen que ha cambiado mucho; claro, yo no puedo verlo, pero me entero por la prensa y por la televisión, porque veo Onda Cádiz», cuenta. Tan al día está que sabe que ya el nuevo Mercado Central está terminado. Pepita le ha traído el folleto que editó el Ayuntamiento.

Lo de Pepita es otra historia, que tal vez necesitaría otro reportaje. Empezó jovencísima a trabajar para la familia y crió a los tres hijos. Hoy no se separa de Micaela más que para hacer los mandados, porque ella ya no puede «ni asomarse al cierro». Lleva 50 años con la familia y para atestiguarlo enseña una placa grabada que le regaló la familia Cantero precisamente en esas «bodas de oro». Los nietos le llaman «tata» y a ella se nota que le gusta.

Las amigas ya no pueden venir, porque tampoco pueden subir las escaleras y cada una tiene sus propios problemas. Cada día se lleva de distinta manera, «según coja el cuerpo». Algunos días, la tristeza se hace presente y se empeña en ocupar esta habitación llena de recuerdos. «Como no viene casi nadie, la tengo como yo quiero».

La jornada se hace larga, casi eterna. Pasa una mañana y otra y una más. Micaela sólo sueña con bajar a la calle Ancha y dejar unos minutos la estrecha cárcel en la que se ha convertido su hogar.

¿Y qué hace todo el día? Ella contesta: «Veo la tele, leo y rezo. Rezo mucho».