MAR ADENTRO

Cádiz se llamaba Juanito

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Hubo un tiempo en que las piedras tenían rostro humano y esa rara isla del sur era una hilera de casas con duplicado, carros de leche, hambre en las tripas, carne de bragueta, adoquines sangrientos, juegos de niños vestidos de balillas y quejíos de viejos tuertos abrigados de angustia, a punto de morirse cantándole a Dios. El barrio, por entonces, era una lengua de mar que besaba a La Galeona y se escapaba subiendo la cuesta de Santo Domingo hasta la playa de los corrales donde las terneras mugían todavía preguntando por Enrique El Mellizo.

Les cuento de un Cádiz en donde hasta los caballos mecían las carretelas de los señoritos a compás de bulerías y los grandes mercantes sonaban las sirenas ante el vaporcito al verlo pasar. Era una ciudad a verlas venir, entre casas de lenocinio y grandes apellidos, entre sablazos de pícaros y timos de banqueros, los gritos en la lonja, el olor a tabaco en las esqueléticas manos de las buenas abuelas, la cartilla de racionamiento, la niebla en los huesos, el miedo en los ojos.

Sepan que, entonces, la gracia era un instinto de supervivencia, una forma de driblarle el balón a la muerte, mientras los chirigoteros clandestinos hacían compás sobre las barras de los bares y todavía faltaba mucho para las mayorettes de Montpensier, el regreso de La Pepa, la libertad y esas cosas. El mundo terminaba, por aquel entonces, entre las sombras de la calle Pasquín o en la cuesta de Jabonería, y el Nazareno paseaba su cruz antigua guiñándole en secreto al padre del Morcilla que algún día su hijo volvería de Buenos Aires, con el exilio en el pasaporte y una bala en la mejilla.

Las aguas de La Caleta eran plata quieta pero todavía nadie lo cantaba y Puerta Tierra era el luto del polvorín, el silencio de San José, los chalets desperdigados por un istmo de arena que llevaba al balneario nuevo en lentos trolebuses cargados de domingo. Había un perro que hablaba en la venta de La Palma y las niñas del cabaret le ganaban la guerra a los marines de Rota, mientras las tardes se llenaban de goles imposibles, radionovelas e interminables ora pro nobis. Los niños del Columela se asustaban de las niñas del Rosario, pero payos y gitanos jugaban juntos en el colegio de Franco por el Campo del Sur, no muy lejos de donde estuvo la plaza de toros y el futuro era una pelota de trapo chutando a puerta en el patio de La Mirandilla.

Olor a churros y a freidurías, un paisaje de babis de montañeses, los fruteros pregonando en La Merced las naranjas del Tesorillo y alguien que acababa de pescar lisas vendiéndolas de extranjis en una bicicleta junto a una bocacalle de la plaza de la Cruz Verde. Por el barrio de La Viña, camisetas de tirantes, pero todavía no asomaban las batas de guatiné. La trimilenaria rozaba el cielo por las azoteas donde se reunían los padres a leer las crónicas taurinas del España de Tánger: «A ver, niño, vete a la tienda del Matadero por media limeta, que te la fíen y me la pongan en la cuenta».

Y allí corría Juanito Ramírez Sarabia, a quien Ignacio Espeleta llamaba El Cohete y le daba cosquis para adivinar lo que había almorzado ese día. Cádiz, entonces, no se llamaba todavía Chano Lobato, pero hoy recobrará de nuevo su memoria en el Gran Teatro Falla. Sus cenizas, tan y mientras, cantarán torrotrón-torrotrón por en medio de los bloques.