MAR DE LEVA

Talento

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Juan Marsé, cuya capacidad está fuera de toda duda y que puede permitirse el lujo de decir verdades sin tener que ir pisando cáscaras de huevo, arremetió hace unos días contra la falta de talento del cine español. Y Antonio Banderas, cuyo talento está también fuera de toda, niega la mayor. La cosa parece que ha quedado ahí, sin que se haya establecido la necesaria polémica.

Tienen razón ambos, me parece, pero creo que es Marsé quien pone mejor el dedo en la llaga. El talento hay que cultivarlo y exprimirlo: el talento tiene que hacer daño, a uno mismo antes que a nadie: hay que sufrir para darle rienda suelta. La historia del arte y de la literatura toda (y el cine es, sí, ambas cosas, y algo más) está llena de ejemplos de creadores que nadaron contracorriente toda su vida, a través de penalidades y miserias. Su talento, pese a todo eso, consiguió llegar al futuro.

El cine es una industria. Por lo menos en los países serios: un esfuerzo colectivo donde es muy importante el presupuesto necesario para contar de manera medianamente entretenida (que esa es otra) lo que quiere contarse. Y, después de sorteados los problemas, de pulir los guiones, rebajar al máximo si es posible lo que cuesta una escena, de lidiar con egos de actores y con caprichos de productoras, es el público quien tiene la última palabra, que para eso paga en taquilla (y paga, ya lo sabemos, una burrada). Del veredicto del público depende que todos los que están implicados en el proceso creador de una película (guionistas, directores, actores, productores) vuelvan a hacer otra. Así de sencillo. No solo el arte por el arte: también, el éxito para el arte.

Todo eso lo hemos olvidado en España, donde parece que la aventura de rodar una película se acaba en cuanto los productores son capaces de encontrar los euros necesarios para rodarla. Que luego los guiones sean aburridos, que los actores no sepan hablar, que el montador esté entretenido en otra cosa y que el director no distinga un plano general de un contraplano parece que ya no importa. El dinero está asegurado, el capricho de rodar satisfecho, y por supuesto el veredicto del público, en nuesto cine, está de más: amarrado por la subvención, el talento de verdad se pliega. Cuando se conocen los vericuetos burocráticos para conseguir la financiación de la película, ya no importa que la película llegue al público o no. Naturalmente, se quejan de que no vayamos a ver más cine español, pecado tremendísimo que se solucionaría en un plisplas si se pusieran a pensar que el cine es un arte comunicativo que tiene que interesar no sólo a quien lo hace, sino a quien lo recibe. El cine no es poesía, no es pintura, no es escultura. Cuesta mucho dinero de hacer, y necesita recaudar dinero para seguir haciéndose. La historia del cine demuestra que hay grandes obras maestras que han sido taquillazos en el mundo entero. La historia del cine español continuamente, pese a algún pelotazo puntual, vive de espaldas al necesario refrendo de la taquilla. Y así nos va.

Porque el talento es un músculo que se aprende a desarrollar. Banderas tiene razón: hay talento (él mismo es un director de primera). Lo malo es que quienes administran ese talento no saben distinguir una joya de veinte kilates de una castaña. Y subvencionan la castaña.