Opinion

Cuando fuimos felices

Con tanta estadística en la recámara, con tanto dígito arrojado como arma o como excusa, con tanto porcentaje aproximado y tanto crecimiento relativo a corto, medio y largo plazo, la crisis se ha convertido en un asunto de números, más que de personas. De los 179 millones de datos con los que nos han bombardeado los expertos en estas cosas (ilusionistas con y sin chistera, sanadores en prácticas, hechiceros y faquires masocas), el más acojonante pasó de puntillas por las páginas de la prensa. Uno de esos estudios que financian las universidades para entretenernos en la sobremesa revelaba que en los últimos cinco años el número de españoles que ha acudido al psicólogo por primera vez se ha incrementado en un 24%.

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La tendencia al alza comenzó en 2003, cuando ni los analistas más agoreros aventuraban el crack, cuando el mercado de trabajo era un filón inagotable, los niños corrían dichosos con sus cometas, los bancos ejercían de ONGs, los ladrones se entregaban llorando en las comisarías y el cielo guardaba siempre una hermosa tonalidad celeste y limpia.

La gente, que no sabía entonces que el país no estaba en crisis, andaba con el agua al cuello por la resaca del euro, el boom inmobiliario, los clavazos sucesivos del interés variable, el mileurismo, el incremento de los precios de la compra y la desprotección legal en caso de despido, además de por otras cuestiones menores, como la salud, el amor o la imposibilidad de zumbarse a Scarlett Johansson. Los españolitos se adentraban en una especie de depresión colectiva, cada uno azuzado por su particular relación de frustraciones y miedos, justo cuando se suponía que el país estaba en la cresta de la ola de la felicidad total, redonda, absoluta.

Ahora que las duras vienen duras y las maduras se esconden detrás del horizonte, vuelve a refrendarse la trágica condición de la españolidad: aquí o estamos jodidos o estamos muy jodidos. Nada de paños calientes. Todos a tragar saliva. Menos los psicólogos, claro. Siempre sale rentable invertir en la desilusión ajena. dperez@lavozdigital.es